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En su personal e íntima biografía del gran mito del ciclismo francés, el escritor Paul Fournel eligió como título 'La soledad de Anquetil'. «Hay cosas que hace solo y cosas que sólo hace él». El normando de seda quería algo más que ser el mejor. Y la soledad fue su manera de conseguir lo que buscaba: ser único.
Desde 1964 ya era una leyenda. Impar. El primero en conquistar el quinto Tour y en despreciar el sexto. No quiso ganar la edición de 1965. Renunció a participar porque justo antes se propuso, y logro, otro reto imposible: vencer el Dauphiné y, sin pausa, la Burdeos-París, aquel maratón de 600 kilómetros. Aun así, parte de la opinión pública francesa le daba la espalda. Por arrogante. Por su visión del ciclismo como si fuera una caja registradora. Le acusaban de ser un dios sin alma. Anquetil, un enigma. Más que los triunfos, le impulsaba cruzar los límites. Pisar la Luna. Dar ese primer paso donde nadie ha llegado.
Su hueco en el Tour de 1965 lo ocupó un italiano nuevo, Felice Gimondi, tan elegante. Anquetil no dejaba de leer y escuchar alabanzas sobre la clase de aquel joven de Bérgamo. Decían que iba a ocupar su trono en el Tour, en todo. Y que también reinaría en las clásicas, carreras que no atraían en exceso al normando. Afrenta. Bilis. Tenía que atajar aquello. La Lieja-Bastogne-Lieja de 1966 iba a ser el escenario para restaurar el orden. Anquetil salió a ganar la decana de las clásicas, la que más se parecía al Tour. Salió a eso y, sobre todo, a ejecutar cualquier atisbo de duda. Rey sólo hay uno. Una corona. Único.
Gimondi venía de triunfar en la París-Roubaix y en la París-Bruselas. Insolente. Anquetil era un víctima crónica de su orgullo. Estaba obligado a otra hazaña. No bastaba con la victoria en Lieja. Por eso, le pidió a sus gregarios, como recuerda Fournel, que no le ayudaran. Solo contra todos aquella mañana de primavera con sol de verano. El calor era aliado del francés, que adoraba la tortura, el dolor. Llegar más allá en esa frontera. En la cota de Mont-Theuns, a 50 kilómetros del final, Anquetil los miró. Vio a aquel joven belga, Eddy Merckx, demasiado encorvado. Altig, incómodo, no dejaba de moverse sobre el sillín. Les hervían las piernas. Motta y Stablinski ya no contaban. ¿Y Gimondi? Anquetil buscó la respuesta. Apretó. El pedaleo asfixiante de una pitón. Nadie pudo seguirle. Así, solo, como necesitaba, cruzó la cima. Cuadró su estela de contrarrelojista y adiós. Ya no le vieron más. Humanos. Pecadores sin fe.
«Entro en las afueras de Lieja. Tengo mi carrera pura, mi victoria ejemplar en la más bella de las clásicas, yo, el corredor de las pruebas por etapas», recoge Fournel. Anquetil, mirada metálica, acaba de devastar a los insumisos. De rodillas. En eso, en medio del bullicio de la meta, un comisario de la carrera le solicita que pase por el control antidopaje. ¿Catar a un dios? El normando, displicente, adicto a las anfetaminas y a beber bidones de cerveza negra, azúcar y cafeína, se niega. Lo considera una afrenta. Claro que se dopa. Y qué, defiende. Los fármacos ilegales forman parte de su vida al límite. Los usa para ser el mejor ciclista, el mejor amante... Más, para ser lo que será siempre, el campeón diferente. El gran triunfo de Anquetil. Su huella permanece sobre la Lieja-Bastogne-Lieja, la carrera que este domingo verá pelearse a Alaphilippe, Fuglsang, Martin, Gilbert, Valverde y Landa. Todos los que se conformarían, simplemente, con ganar.
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