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Unos cuantos amigos escépticos me dijeron sobre las movilizaciones del 8 de marzo que eran aisladas y que a los pocos días se nos olvidarían las consignas. Entonaron un buena suerte cargado de compasión, en plan, qué penica me das… tú sigue soñando, que es gratis. La que sintió lástima fui yo, de ellos; eterna idealista que sabe que las ambiciones nacen en los sueños… Pobres diablos. Nos conocemos desde los años 90 y me pareció volar a aquella dimensión, como si el tiempo no hubiera pasado: yo, apoyada en la pared de una discoteca light, con mi vaso de Coca Cola en la mano, aguardando a que el galán de turno se dignara a hablarme —qué digo, ¡a mirarme! —, mientras Snap! sonaba de fondo… Entonces no me habría chirriado tanto el comentario condescendiente, pues lo del feminismo era cosa de tías radicales, una opción más de entre muchas. ¿Tú que haces? Yo soy taxidermista. Ajá, muy bien…. ¿Y tú? Yo, feminista. Vaya, me ha tocado la rara.

Los machistas reconocidos lograron, mediante la mejor campaña de marketing de la historia, hacernos creer a todos, durante siglos, que las mujeres estábamos genéticamente programadas para realizar mejor ciertas tareas y que, además, éramos tan dóciles y abnegadas que poníamos la otra mejilla a pesar del dolor (en el sentido figurado y en el literal). Se da por supuesto que dichos quehaceres se desempeñaban en dos lugares específicos, siempre dentro de un piso (no tenían por qué ser hogares). Uno de ellos era la cocina, donde la mujer se sentía realmente dichosa, guisando para criar a sus hijos aunque, por encima de esto, el mayor placer era alimentar al dueño de la casa, o sea, al amo de su vida. Qué menos: era quien llevaba el jornal tras ocho o diez horas de duro trabajo. Ella no trabajaba, simplemente desarrollaba las actividades fisiológicas propias de una mujer: respirar, cocinar, ir al váter, fregar los platos, tener la regla, limpiar la caca de los pañales (que eran de tela), hacer la digestión, ir a la compra con el dinero contado, planchar, comer, satisfacer las necesidades sexuales de su marido y de paso procrear porque, si no, ¿para qué servía esa señora? Sí, ese era el segundo lugar de la casa donde la mujer debía encajar. El dormitorio conyugal. Ya nos lo decía la sutil máxima de señora en la calle y puta en la cama. No tiene desperdicio la frasecita, ¿eh?

Como cabe esperar, una de las estrategias de la campaña de marketing de esos machistas reconocidos fue la de desprestigiar a las demoníacas malfolladas, feas y resentidas que se hacían llamar feministas. ¿Me he pasado con los atributos? Pues, amigos, es lo que se decía y aceptaba con bastante naturalidad y convicción. Así que… lo consiguieron, vaya si lo consiguieron. Alcanzaron el reto de normalizar la imagen de una mujer recluida, sin autonomía, sin más aspiraciones que las de casarse y tener hijos, sin más sueños que servir al marido. El resto de acciones, si se producían, serían excepcionales pues siempre hay descarriadas. Se lo creyeron. Nos lo creímos.

Ahora, que se está produciendo el deshielo y que el nivel de notoriedad de la mujer está subiendo como el agua que reclama su espacio; ahora, que el machismo reconocido es abiertamente rechazado —fruto de años de lucha de unas pocas mujeres, maestras a las que deberemos eternamente nuestra dignidad—, ahora es el turno del resto, de nosotros; un nuevo ciclo en el que la cultura machista oculta, tatuada en el ADN de los seres humanos sin importar género o condición, se descubra como si fuera una herida mal curada a la que pusimos una tirita para no verla supurar. La gran mayoría de los individuos somos un poco cenutrios, en mayor o menor medida, por lo que no estaría de más agudizar los sentidos y detectar los comportamientos sexistas que nos rondan a diario, pasando desapercibidos en muchas ocasiones. El micromachismo no será más fácil de resolver que el reconocimiento, por fin, de la evidente desigualdad. No. Es como cuando se hace una mudanza. Estamos a punto de concluir, parece que todo está hecho y metidito en cajas, a falta de cosas sueltas… y resulta que esas cosas sueltas, mierdas de naturaleza indefinida que no hemos conseguido clasificar, nos llenan otro coche (o dos, si es mi caso), de tal manera que retrasan el traslado más de lo que pensábamos.

Un pequeño paso para subirnos todos sin prejuicios al carro del feminismo, digo yo, podría consistir en dejar el purismo a un lado y reconocer que nos hemos equivocado alguna vez, que incluso seguimos cayendo en la trampa cada día, en sutiles detalles.

Después de este acto de humildad y gracias a nuestra alerta activada, nos será más sencillo detectar esos tics machistas con el fin de erradicarlos. Porque el feminismo es cosa de mujeres y hombres, la igualdad nos beneficia a todos al otorgarnos la posibilidad de compartir privilegios, que nos harán más felices, y de compartir obligaciones, que nos harán más conscientes del mérito del otro. Es obvio que esta medida no es apta para egoístas ni inseguros, pero estoy convencida de que el mundo está lleno de gente que desea evolucionar, solo que cada cual tiende a ir por su lado.

Unámonos, como hicieron aquellos machistas reconocidos, y llevemos a cabo la segunda mejor campaña de marketing de la historia para que no volvamos a leer en las noticias que una mujer ha de trabajar 52 días más al año para ganar lo mismo que un hombre en puestos equivalentes o, por mencionar algo más sencillo, que el camarero le pregunte a mi hija y a su amigo, con total naturalidad, quién es el que va a probar el vino.

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