La visión más íntima del creador
Golpe a golpe. ·
Fernando Beltrán llega a retratarse a sí mismo en su biografía poética de Francis Bacon, un artista poseído por visiones apocalípticas y ansias de un amor sin medidaCarlos Aganzo
Sábado, 7 de septiembre 2024, 00:02
Nombrador de emociones, cosechador e inventor de palabras, maestro en el aula de las metáforas, el poeta Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) no ha hecho otra ... cosa que sumar andanzas y visiones literarias desde que despegó en 1982, en pleno Madriz de la Movida, con su Aquelarre en Madrid. Un título, el primero entre una treintena, entre los que resulta imprescindible incluir otros como 'La semana fantástica' (1996), 'El corazón no muere' (2006), 'Hotel vivir' (2015) o 'La curación del mundo' (2020). O su obra poética completa hasta 2011, publicada por Hiperión bajo el título de 'Donde nadie me llama'.
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Su última entrega, 'Bacon sin Bacon', publicada por Árdora Ediciones, constituye un verdadero 'tour de force' con la poesía, con el mundo del arte (fundamental a la hora de entender su obra) y casi se diría que consigo mismo. Una prosa poética radicalmente encendida, que lo mismo valdría para acercarnos al genio descarnado y absoluto de un artista como Francis Bacon, uno de los nombres indiscutibles de la pintura de la segunda mitad del siglo XX, como para reflexionar sobre el sentido último del arte, en general, y de la pintura y de la poesía, como hermanas inseparables, en particular. Más que una biografía poética, o además de eso, el libro se construye a modo de diálogo del pintor con su alma, lo que no es otra cosa que el diálogo del pintor con el poeta que le consigna y, de fondo, con la propia poesía. O incluso la conversación del poeta consigo mismo, a través de la obra y de la vida del pintor. Tanto da el orden de los factores porque, como dice Bacon por boca de Beltrán, «cuando empiezo a escribir, como lo hago ahora o hace por mí alguien a quien curiosamente ni traté, ni conocí jamás, nunca llego más allá de lo que había pensado decir de antemano».
No sabemos (o sí) qué es lo que Fernando Beltrán pensó decir de antemano al abordar esta obra. Lo que sí sabemos es que muy pocos como él se han conseguido integrar de esta manera en la obra de Francis Bacon, con sus visiones apocalípticas y sus pinceladas salvajes, pero sobre todo con las incertidumbres, las dudas, los desgarros… también con las contradicciones, las pulsiones y las intuiciones del artista. Del creador. «Gritar, pintar, amar, matar a hierro y fuego. Carne cruda, carne tierna. La pintura, la escultura, el arte, el verso. Venganzas y perdones a partes iguales, pero circulando en sentidos opuestos. Abismo, vértigo, especulación, choque de trenes». El horror de la vida, pero también su oscura, su infinita ternura y compasión.
«Porque me echan la culpa a mí -dice Bacon/Beltrán-, pero el horror somos todos»
«Porque me echan la culpa a mí -dice de nuevo Bacon/Beltrán-, pero el horror somos todos. También quienes contemplan mis cuadros y se sobresaltan, en vez de asumirlos, cavar, reconocerse a sí mismos, sumarse al pacto». El riesgo, en definitiva, de «caer al fondo, tocar fondo, arañar fondo». La paradójica destrucción del constructor, del creador, que surge de manera inevitable desde el mismo momento en el que el artista expone, se expone, cautivo y desarmado, y se somete a las leyes de las galerías, los museos y el mercado del arte. El fondo que se toca cuando el propio nombre se convierte en dinero, en valor comercial: «Un Bacon, odio la expresión… Me entran ganas de vomitar. O de morirme otra vez. Y para siempre (…) Cómo voy a sentirme aludido por mi nombre, tasado y valorado de esa forma, si sigo a estas alturas sin hacer las paces con mi propio rostro».
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Cavilación profunda sobre el alcance del arte a través de la biografía, del camino poético por la vida del artista, desde sus obsesiones de niño hasta la circunstancia de su muerte en Madrid, a los 82 años, en compañía de todos sus fantasmas. Indagación en esos últimos momentos de la existencia del pintor en la ciudad a la que vino, desoyendo el consejo de sus médicos, tal vez en busca de su último amor. La metáfora del taxista al que el artista le pedía «que condujera a la velocidad del vértigo, a la velocidad del arte, hacia un sótano sin alma, un bar de mala muerte al costado de un río sin agua, en la ciudad de Madrid». Y aproximación, a partir de la muerte, al propio sentido de la vida: «Vértigo, espejismo, sucesión infinita de ventanas tras las que apenas puedes juzgar, reconocer, vislumbrar con alguna claridad a ningún viajero. Imaginarlos solos». Al amor, en última instancia, como motor de la existencia: «Siempre el cuerpo o la añoranza de un cuerpo al final del poema». Y a la presunta inmortalidad del artista cuando su legado permanece en los otros: «Pintura, arte, voluntad, poema. Qué será del alma del mastín de Velázquez que no se atreve a mirarnos a los ojos, o de los rostros despavoridos del 'Guernica' de Picasso, cuando ya no estemos aquí para acercarnos de cuando en cuando, de cuadro en cuadro a contemplarlos».
Al terminar el libro, uno duda verdaderamente sobre a quién tiene que atribuirle la intensa vibración de su lectura. Si a Bacon o a Beltrán. Es cierto que, fuera de sus cuadros, nunca sentimos un Bacon tan Bacon como éste. Pero tampoco leímos antes un Beltrán más Beltrán. He aquí su misterio. Y su magia.
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