Plano general de la catedral, que da idea de sus dimensiones colosales. WIKIPEDIA
Proyectos imposibles

Tocar el cielo y besar el suelo

La catedral de Beauvais iba a ser la más alta del mundo, pero ocho siglos y dos derrumbes después sigue inacabada

IRATXE BERNAL

Sábado, 19 de agosto 2017

El 30 de abril de 1573, Beauvais celebra la Anunciación recorriendo en procesión los aledaños de la catedral. Los fieles no han caminado más que unos metros cuando un estruendo les sobrecoge. Por un momento el suelo tiembla y creen que el mundo se acaba. A sus espaldas, la torre del templo que han abandonado hace unos instantes se ha venido abajo. Sus ambiciosos 153 metros de altura, cuatro por encima de la Gran Pirámide de Guiza, son escombro. El sueño de poner en pie la mayor construcción del mundo se ha desplomado tan solo cinco años después de haber tocado el cielo. Y por segunda vez.

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Lo malo es que esta ya iba a ser la definitiva, la que también tumbara el anhelo de las autoridades locales por continuar con el empeño del obispo Milón de Nantueil por levantar el mayor monumento de la cristiandad. Querían dejar atrás las catedrales de París, Chartres y Reims pero transcurridos tres siglos y medio lo único que veía la ciudad era una inacabada estructura tan hermosa como inestable. El tiempo de las grandes catedrales había pasado, dijeron en la diócesis al ordenar que tras levantar lo derruido no se sumara ni un sillar más a la estructura. La catedral quedaría inconclusa, bruscamente achatada. Los impresionantes coro, ábside y crucero no darían paso a ninguna majestuosa nave. Solo serían la antesala de un muro. El más alto de la cristiandad, eso sí. De Nantueil pasaría a la historia como el promotor de una obra no solo incompleta sino eternamente condenada a apaños y remiendos que la mantengan en pie.

Pero nada de esto se le pasó por la cabeza en 1225. Por entonces, Beauvais era una de las ciudades más florecientes del norte del país gracias a la producción textil y su orgulloso obispo acababa de lograr la dignidad de par de Francia. De hecho, solo dos años antes había sido el encargado de ofrecer el manto real bordado con flores de lis al nuevo rey, Luis VIII, en su ceremonia de coronación, un honor donde los haya. De modo que, cuando un incendió devoró el coro de la vieja iglesia carolingia, De Nantueil vio una oportunidad de oro de levantar en aquellos mismo terrenos un templo más acorde con los nuevos tiempos y sus aspiraciones.

El gótico, nacido hacía menos de un siglo en la basílica de la abadía de Saint Denis, en las cercanías de París, había madurado ya lo suficiente como para estar a la altura de la ambición del obispo. Si en 1140 aquella espigada arquitectura había surgido como una forma de elevar al cielo el alma de los fieles, en 1225 gracias a él la espiritualidad alcanzaría su cima en Beauvais. Una cumbre dedicada a San Pedro, que vigilaría la entrada al cielo pocos metros por encima ya de los cincuenta hasta los que alzarían las bóvedas del nuevo templo.

Tan decidido estaba que no dudó en establecer un régimen de donativos nada voluntarios que incluía a todos los canónigos de su diócesis y a él mismo, de cuya renta anual dedicó una décima parte a la construcción. Aunque predicar con el ejemplo no le valió de mucho y la carestía de las obras causó tanto malestar que el siguiente rey, Luis IX, aprovechó la ocasión para quitarse del medio a quien estaba resultando un molesto opositor y le cesó del cargo en 1234.

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Primer derrumbe

Las obras permanecieron paradas cinco años, hasta que el nuevo obispo logró las simpatías del monarca para el proyecto. El favor supuso la introducción de algunos cambios sobre los planes originales, aunque no traicionaba la ambición de De Nantueil: la catedral sería la mayor y más alta del mundo. La primera fase de la construcción, la que daba por concluidos el ábside y el coro, finalizó en 1272. El monumental templo se erguía soberbio como el obispo lo había soñado hasta los 48 metros de altura para que las plegarias de los parroquianos se elevaran hasta los oídos del Altísimo. Todo un sueño que maravilla al mundo… durante 12 años.

En 1284 se produce el primer derrumbe. Dos contrafuertes se vienen abajo arrastrando prácticamente toda la estructura. Rodeados de ruinas, el obispo Thibaud de Nanteuil y los constructores deducen que la causa está en los nueve metros de separación que hay entre los pilares del coro, demasiados para soportar el peso de toda la construcción, y deciden continuar con el proyecto sin más modificaciones que las estructuralmente necesarias para dar a la catedral el esplendor previsto. Así, dedican los siguientes cincuenta años a su reconstrucción intercalando entre los antiguos pilares otros nuevos. El coro, finalizado en 1337, tiene un apoyo cada cuatro metros y medio. Además, se añaden cadenas y vigas de hierro que intentan repartir las tensiones. Algunos de estos elementos, pese a su dudosa utilidad, aún se pueden contemplar hoy.

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Ese año, tras incontables escaramuzas, estalla la Guerra de los Cien años. Cinco reyes franceses y uno inglés ocupan el trono galo y Juana de Arco arma su leyenda mientras la catedral duerme. Campañas bélicas y treguas se alternan hasta 1453, y aunque el conflicto se cierra con la victoria gala frente al invasor inglés el esfuerzo ha dejado el país exhausto. No será hasta 1500 cuando se retomen las obras. El entonces obispo decide que ya es hora de darle a la ciudad la catedral que lleva esperando siglo y medio y contrata al mejor arquitecto de la época, el maestro Martin Chambiges, para levantar el crucero.

El tiempo ha llevado aquel gótico radiante con que Milón de Nantueil soñó su templo al caprichoso flamígero. Las antiguas formas depuradas se retuercen ahora dibujadas los planos de otra generación de arquitectos y jefes de obra. En 1544, el crucero está ya muy avanzado cuando el obispo decide dejar su propia impronta en el proyecto: coronarlo con una torre cuya aguja se eleve la friolera de 153 metros. Entusiasmado, convoca poco menos que un cónclave en el que canteros y carpinteros discuten si ha de levantarse en madera o piedra. Tardan catorce años en decidirse por la piedra y otros seis en iniciar su construcción, subvencionada a partir de indulgencias que permitían comer mantequilla en cuaresma y que valió a la obra el sobrenombre de ‘tour de beurre’, o torre de mantequilla.

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Problema de seguridad

En 1569, la aguja por fin araña el cielo. Que se sepa no hay una construcción en el mundo que la iguale en altitud. De Beauvais a la eternidad, piensan los peregrinos que acuden a ver tan impresionante espectáculo. Faltan cien años para que Newton defina la gravedad, pero algo parecido se barrunta el cabildo y a los dos años encarga un primer estudio sobre la seguridad de la torre. Lo realizan los canteros reales, que determinan que la falta de vigas riostras que compensen las tensiones ya ha desviado los cuatro pilares del crucero. Dos pulgadas el que menos; once el que más. La plomada no miente pero reconocer que la obra es inestable y emprender nuevas obras sin saber muy bien qué hacer es un poco peliagudo. El cabildo decide buscar segundas, terceras y cuartas opiniones hasta que el 17 de abril de 1573 acuerda reforzar la estructura. Trece días después, los fieles congregados para celebrar la Ascensión salvan la vida de milagro. O, al menos, eso pensaron en la diócesis, que decidió celebrar todos los 30 de abril una misa especial para agradecer al cielo la protección brindada.

El aviso caló en los responsables de la reparación y la nueva obra ya no contempló la construcción de torre alguna. En 1578, con el ábside, el coro y el crucero restituidos, la falta de fondos y la desgana para buscar más obliga a abandonar las obras casi en el mismo punto en que estaban al empezar el siglo. En 1605 se decide levantar un cerramiento, en principio provisional que es el aún podemos ver.

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Todavía hoy, pese a ser un caso de estudio en prácticamente todas las escuelas de arquitectura del país, es un misterio por qué la catedral, que finalmente no es mayor ni más arriesgada que otras que se construyeron en aquel mismo tiempo, no ha logrado ser estable tras mil y una reformas. Quizá algún pequeño terremoto alterara los pilares en el primer derrumbe. Quizá los fuertes vientos del Canal de la Mancha desestabilizaran el reparto de tensiones. Quizá el mortero original tuviera un endurecimiento y retracción demasiados lentos. Quizá, sencillamente, haya que concluir lo que el arquitecto Josep Pijoán a principios del XX. «En arte hay un onceno mandamiento: no imaginarás sin razonar. La catedral de Beauvais no es un límite hasta donde se puede llegar, sino un más allá por el que forzosamente se tiene que sucumbir».

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