Pintor intuitivo, rompedor y visionario
Pionero del surrealismo y la abstracción. ·
Victor Hugo nunca expuso los dibujos que hacía a ratos perdidos porque se sentía ante todo escritorLuisa Idoate
Viernes, 2 de mayo 2025, 20:31
Es talentoso, precoz, brillante. «Quiero ser Chateaubriand o nada», escribe con catorce años Victor Hugo (1802-1885). Ansía emular al escritor y político francés. Lo ... hace. Triunfa con veinte años con 'Odas y poesías diversas' (1822). Revoluciona la escena con 'Cromwell' (1827) y 'Hernani' (1830). Se consagra con 'Nuestra Señora de París' (1831) y 'Los miserables' (1862). Es alcalde de París en la Revolución de 1848, diputado en la Segunda República y senador en la Tercera. Un intelectual comprometido con la defensa de los vulnerables y desfavorecidos. El irreductible adalid de la libertad, la igualdad y la justicia que será enterrado como hombre ilustre en el Panteón de París. Pero un sueño se le escapa en el camino: ilustrar sus obras. Dibuja a ratos perdidos. Hace más de cuatro mil bocetos que no publica. ¿Inseguridad? ¿Timidez? ¿Miedo al fracaso? Quizá puro pragmatismo: elige lo que mejor hace. Pero los grabados salen a la luz tras su muerte y le consagran como pionero del surrealismo y la abstracción. Setenta se exponen en la Real Academia de las Artes de Londres hasta el 29 de junio. Eran los «garabatos» de sus sentimientos, dijo. Su jardín secreto.
Por su fragilidad se exhiben poco. Lo hicieron por primera vez en la galería Georges Petit de París en 1888. Representan lo que ve y lo que imagina. Son tormentosos, crepusculares. Visionarios. Obsesivos. Poéticos. Los hace con técnicas chinas, papel de vitela, pluma, tinta marrón, lápiz y goma; y hasta polvo, posos de café, humo, zumo de mora y betún de Judea. La mayoría son en blanco y negro y algunos, en color. Los hay pequeños y también grandes. Comienza en la década de 1830, con caricaturas para familiares y conocidos. Pinta los paisajes de sus paseos con el pintor Célestin Nanteuil, maestro iniciático y amigo. Los hace en los márgenes de cartas y diarios y sobre su propia caligrafía, como en 'El ratón' (1840); y en los libros que dedica, como en 'Las canciones de calles y bosques' (1865) para su amigo Paul Meurice.
A medida que domina la técnica, experimenta con materiales. «He acabado por mezclar el lápiz, el carboncillo, la sepia, el carbón, el hollín y todo tipo de mixturas raras que llegan a expresar un poco mejor lo que llevo en los ojos y sobre todo en la cabeza». Hace bocetos documentales y también introspectivos. Mezcla realidad y ficción en fantasías como 'Champiñón' (1850), que aprisiona un rostro humano en el tallo, y 'Planeta-ojo' (1854), que sintetiza ambos elementos en uno. Y despliega la pasión por la arquitectura gótica, que le enamora al recorrer Europa, en escenas despampanantes como 'El alegre castillo' (1847), 'Bruma matinal sobre el Rin' (1850), 'Silueta de castillo con tres torres' (1856), 'Paisaje con un castillo en un acantilado' (1857) y 'Fortaleza y castillo de Vianden bajo la luz de la luna' (1871).
Nace en Besanzón, en la resaca de la Revolución Francesa. Su madre es monárquica; su padre, un general al servicio de Napoleón Bonaparte. Estudia Filosofía en París. Con veinte años, Luis XVIII le otorga una pensión anual por el éxito de su primer poemario y le nombra caballero de la Legión de Honor. Vive el auge y caída de Napoleón III: la Monarquía de Julio, la Revolución de 1848, la Segunda República y el Segundo Imperio. Esos sucesos moldean su vida, pensamiento e ideología. Entierra sus raíces conservadoras. Lo justifica en 'Las contemplaciones II' (1856) con un carteo imaginario con un marqués amigo de su familia que le reprocha su deriva. «¿Qué has estado haciendo desde aquellos días felices de tu adolescencia monárquica?», le increpa. «He crecido», responde.
Le pierden las faldas. Se casa en 1822 con Adèle Fucher. Tienen cinco hijos: Léopold, Léopoldine, Charles, François-Victor y Adèle. Los cuatro primeros mueren y la quinta acaba ingresada en un psiquiátrico. Aunque nunca se divorcia, arrastra una lista de aventuras dignas del mejor folletín. En 1845 le sorprenden con Léonie Thévenot d'Aunet, esposa de François-Auguste Biard, a la que arrestan al estar prohibido el adulterio; él se libra por ser par de Francia y mantener el escarceo en un recinto exclusivo para ellos. Tiene otro lío con la diva Sarah Bernhardt y, con 76 años, se encapricha de la veinteañera Blanche Lanvin, la hija de unos amigos que está a su servicio. Tenía una esposa y muchas amantes. Todas conocían la existencia de las otras. Y sabían quién era la preferida.
Duelo y espiritismo
La familia asume que Juliette Drouet es el amor de su vida. Es una más en la casona de la plaza de Los Vosgos de París que habitan entre 1832 y 1848. Con ella se exilia en 1851, tras oponerse públicamente a Napoleón III. Viven en Bruselas en 1852. Luego en la isla de Jersey, en Saint Helier, donde intenta superar la muerte de sus hijos Charles y Léopoldine con el espiritismo. Organiza veladas para hablar con ellos con el método de 'las mesas parlantes' que lleva a la isla la escritora Delphine de Girardin. La práctica consistía en pronunciar el alfabeto, esperando que la mesa se moviera y señalara cada letra del mensaje del espíritu. Hugo aseguraba hablar también con Platón, Galileo, Molière, Jesucristo, la poesía y la propia muerte. Lo cuenta en 'Lo que dicen las mesas parlantes', publicado tras su fallecimiento. Dibuja imágenes como 'Mancha de tinta retocada sobre papel plegado' (1850), en la que algunos ven el juego del cadáver exquisito que pondrán de moda los surrealistas del siglo XX: se pintaba aleatoriamente un papel, se doblaba y pasaba a los compañeros, que repetían sucesivamente la operación.
Vive los últimos años de exilio en la isla de Guernsey. Se instala en 1855 en el puerto de San Pedro, en la casa Hauteville que decora personalmente: diseña muebles, marcos de cuadros, espejos y paneles florales. Salpica en las paredes sus iniciales en relieve dorado, corona la chimenea con una gran hache de azulejos. Planifica hasta dónde colocar cada uno de sus grabados. Habilita un mirador en el ático para contemplar el mar. Escribe 'Los miserables' (1862), novela que inspira los dibujos 'Cadena' (1864), que en una versión posterior llevará grabado el título de la novela, y 'Las entrañas del Leviatán' (1866). De manera excepcional, crea ilustraciones para 'Los trabajadores del mar' (1866). Las titula 'Pulpo', 'El barco Durande después de hundirse', 'La nave Visión o La última lucha', 'Gilliatt en el gran Douvre, 'Barco sin velas' y 'El faro de Casquets'. Las incorpora al original, donde escribe: «Dedico este libro a la roca de la hospitalidad y la libertad, a esa porción de la antigua tierra normanda habitada por la noble pequeña nación insular del mar, a la isla de Guernsey, dura pero amable, mi actual retiro, quizá mi tumba». No lo será. Con la Tercera República, vuelve a Francia. «En las estaciones detenían el tren, me reconocían casi en todos lados, y gritaban: '¡Viva Victor Hugo!'». Llega el 2 de septiembre de 1870 a la Gare du Nord de París. Allí muere en 1885. Dos millones de personas arropan su féretro. Lo velan con honores día y noche en el Arco del Triunfo.
Abolir la pena de muerte
Lucha contra las ejecuciones toda la vida. Victor Hugo las conoce de niño. Con nueve años presencia ajusticiamientos a garrote vil en Madrid, donde vive porque su padre combate en la Guerra de la Independencia. Siendo veinteañero ve la sangre de los guillotinados cada jueves en la plaza Grève de París y oye pasar ante su casa al gentío que acude bullicioso a contemplarlos. Le atormenta imaginar el ritual de las ataduras, el corte de pelo, la confesión, los cuerpos rematados a mano si fallaba la guillotina. La sórdida ejecución del joven Louis Ulbach, condenado por asesinato, le espolea para escribir 'El último día de un condenado a muerte' (1829), el monólogo de un reo que cuestiona el sistema judicial y la crueldad de matar a un ser humano. No le pone nombre porque es «el alegato en pro de la causa de un condenado cualquiera, ejecutado un día cualquiera y por un quítame allá ese crimen». Tiene veintisiete años.
Tras su fallida campaña contra el ahorcamiento del asesino convicto John Tapner, en 1854 en Guernsey, denuncia su muerte en un grabado con cuatro versiones: 'Ecce lex', 'Ecce (Le Pendu)','Le Pendu' y 'Ecce'. Permitirá que su cuñado Paul Chenay reproduzca en 1860 la primera de ellas con el rótulo 'John Brown', en protesta por la ejecución en Virginia de ese abolicionista junto a seis seguidores, acusados de incitar una insurrección de esclavos. Lo confirma por carta. «Me alegraré si este dibujo, reproducido muchas veces por su arte, contribuye a mantener siempre presente en el alma de la gente el recuerdo de este libertador de nuestros hermanos negros». La imagen simboliza su combate contra la pena capital. Retoma el tema en 'El poema de la bruja' (1869-1873), una serie de 45 dibujos que caricaturiza a jueces, inquisidores, verdugos y quienes disfrutan de los ajusticiamientos. Serán los últimos.
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