Los ojos que inventan la luz

Golpe a golpe ·

La reedición de 'Gozos de la vista' permite volver sobre la figura de Dámaso Alonso, gran poeta oscurecido por el brillo deslumbrante de otras figuras de la Generación del 27

carlos aganzo

Sábado, 25 de junio 2022, 01:52

Cuando en 1977 la Academia Sueca eligió a Vicente Aleixandre para reconocer, con el Premio Nobel, el valor extraordinario de la Generación del 27 en ... la poesía mundial, no lo hizo, desde luego, al tuntún. Entre los autores del exilio (Alberti sobre todo) y los que se quedaron en España (con Dámaso Alonso a la cabeza), optó por la imagen de la resistencia interior: el papel quintacolumnista del autor de 'La destrucción o el amor', por cuya casa pasaron en peregrinación buena parte de los poetas que irían conformando las posteriores generaciones españolas, progresivamente liberados del hachazo profundo de la guerra incivil. Aleixandre, y no Dámaso Alonso, el amigo adolescente que le inició en la poesía en aquel verano mítico de 1917 en Las Navas del Marqués. El poeta discretamente retirado, y no el reconocido intelectual, flamante director durante veinte años de la Real Academia Española.

Publicidad

Visto ahora, con el paso del tiempo, no resulta arriesgado afirmar que la fama de Dámaso Alonso (Madrid, 1898-1990) como filólogo y catedrático, incluso su sólida posición intelectual en el tardofranquismo y los primeros años de la democracia, han jugado en contra del verdadero reconocimiento de su poesía. Símbolo por excelencia de la bautizada como 'poesía desarraigada', con su demoledor 'Hijos de la ira', publicado en 1944, da la impresión de que toda la producción posterior de este «poeta a rachas», como él mismo se llegó a denominar, ha sufrido de una cierta indiferencia, tanto frente a sus compañeros de generación como frente a la pléyade de grandes poetas de otros grupos generacionales, fundamentalmente el del 50, que convivieron con él y que en gran manera lo superaron.

Tal vez por eso resulte ahora bien interesante asomarse a la poesía de Dámaso Alonso con estos ojos temporales. Y no necesariamente a sus grandes títulos, como 'Hombre y Dios' (1955), 'Oscura noticia' (1944) o el mencionado 'Hijos de la ira', sino también a otros libros 'menores', como propone ahora el Centro Cultural Generación del 27, con la reedición de 'Gozos de la vista', aquel poemario que apareció por primera vez completo, después de haber sido publicado parcialmente en diferentes revistas, en 1981, en una edición de Espasa Calpe que lo incluía al lado de sus 'Poemas puros. Poemilla de la ciudad' y de otros poemas. Una colección que ya en su tiempo sufrió de una cierta «desatención crítica», como apunta Pino Menzio, el autor del esclarecedor estudio-prólogo que acompaña a esta edición de la que sin duda es una de las obras menos conocidas y reconocidas del escritor madrileño.

Varios son los motivos, como apunta Menzio, que han llevado a este cierto olvido de una obra, sin embargo, tan significativa en la obra de Dámaso Alonso. Además de la propia condición de Guadiana de su poesía, que propició, por ejemplo, que entre la publicación de 'Poemas puros…' y 'Oscura noticia' transcurrieran (con las excepciones de 'El viento y el verso' y 'Tormenta') más de veinte años, habría que reseñar la evidencia de una cierta descatalogación de 'Gozos de la vista' frente a la aparente línea nuclear de su creación: ese profundo diálogo existencial entre 'Hombre y Dios', que da título a otra de sus grandes obras de referencia. Un diálogo poético, por cierto, magistralmente resuelto en aquella 'Antología de nuestro monstruoso mundo. Duda y amor sobre el Ser Supremo' que publicó Cátedra en 1985, y en el que se confirma, en la obra del poeta, la «primacía del amor de San Juan sobre la fe de San Pablo».

Publicidad

El libro es una acción de gracias a la vida, un testimonio de gratitud poética

Canto a la felicidad

Algo o mucho de este amor de Juan de la Cruz, y de la propia exaltación sensorial de su 'Cántico espiritual', hay en estos 'Gozos de la vista' de Dámaso Alonso. En apariencia, un canto a la supremacía de la vista sobre el resto de los sentidos. Su reivindicación como el más humano de entre todos los sentidos del hombre. Una convocatoria a la fiesta de los colores, de los matices, de las formas, de las visiones, de las percepciones… y de su absoluta relevancia en la conformación de nuestro propio ser. Pero además, y puesto en relación con el sentido del resto de su obra, una demanda sobre lo que el autor considera la porción más divina de lo esencialmente humano: el gozo de esa luz conformadora de las cosas que ya se anuncia en la 'separación de poderes' entre el ser humano y la divinidad que conforma el corpus central de Hombre y Dios. A Dios lo que es de Dios y al hombre lo que es del hombre: «Un haz, un centro/ donde se anuda el mundo». Un «corazón que mueve el mundo». Lo que el poeta vuelve a expresar en este libro cuando escribe, con algunos de sus larguísimos versos: «Gracias por mis ojos./ Porque mis ojos crean, porque inventan la luz; porque la están creando, inventando ahora mismo». O en el poema 'Vista humana, intuición divina', donde añade: «Ni a Dios mismo/ le es dado deponer -ni un instante-/ la acuidad sin riberas de su vista», ya que «para ver, humanamente,/ su Creación,/ necesita mirarla/ a través de mis ojos». De los ojos del hombre.

Un canto a «la felicidad de la mirada poética», como apunta en su estudio Pino Menzio que, sin dejar un solo instante de marcar su filiación al grupo poético del 27, sumerge a Dámaso Alonso en la gran corriente de la poesía española de todos los tiempos. Algo que constituyó siempre una de sus mayores ambiciones. Una acción de gracias a la vida, un testimonio de gratitud poética escrito en los años cincuenta, ya por encima del desarraigo de la poesía de posguerra. Sin olvidar las heridas, pero anunciando un nuevo modo de vivir y de sentir la vida. También uno de los testimonios poéticos más genuinos de aquel 'voyeur' del mundo que, por encima del catedrático o del académico, fue Dámaso Alonso. Un 'flâneur' madrileño que no dudó, durante largos años, en recorrerse a pie esos cuatro kilómetros urbanos que separaban su casa, en Alberto Alcocer, de la casa de su amigo Vicente Aleixandre, en Velintonia. Dejando que sus ojos, enamorados de la luz, captaran a través de su retina todo ese material poético que después quedó impreso en sus libros. Gozos físicos y espirituales, después de los años oscuros, para los doloridos hijos de la ira.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Accede todo un mes por solo 0,99€

Publicidad