Lejos del suelo
Pintura contemporánea ·
Visiones del cielo y las nubes son parte del viaje íntimo por la naturaleza que propuso Georgia O'Keeffe, la gran dama del modernismo norteamericanobegoña Gómez Moral
Viernes, 15 de mayo 2020, 18:22
En el verano de 1965, cuando tenía 77 años, Georgia O'Keeffe comenzó a pintar un cuadro monumental, el mayor hasta entonces. No es corriente que alguien que en seis décadas se mantiene dentro de las dimensiones que la mirada y el propio cuerpo pueden abarcar decida abordar algo así. Casi nada en O'Keeffe era corriente y este podría haber sido uno de sus cada vez más frecuentes desplantes. Una flor gigantesca para acallar a la legión de admiradores que peregrinaban hasta Ghost Ranch y terminaban por pedirle «más flores». Visitarla era casi un sacramento en la escena artística estadounidense. El ritual implicaba el trayecto hasta Nuevo México para rendir tributo a esa versión depurada y cada vez más impaciente de sí misma, una figura célebre, romantizada y reclusiva como la montaña frente a su casa, Cerro Pedernal, pintado tantas veces que ya 'le pertenecía' o se pertenecían mutuamente, tanto como la Sainte-Victoire y Cézanne.
Publicidad
Hacía décadas que figuraba entre los artistas con mayor influencia del siglo XX, un hecho que probablemente ayudaba poco en el día a día. Después de rasgar tantas etiquetas, aún se sentía etiquetada bajo el epígrafe de 'la' artista más célebre. Su abstracción de la naturaleza -las flores- se interpretaba como una forma de identidad de género que ella siempre rechazó: «Me reducen a ser 'la' mejor pintora… creo que en realidad debería estar entre 'los' mejores pintores».
La vida en Nuevo México era vigorizante y estricta, una forma de regreso a los orígenes si no fuese porque los orígenes estaban en otra parte. Sus horizontes anteriores eran dispares: si miraba hacia el norte, había 2.000 km hasta Wisconsin, donde había nacido, y 3.200 km hacia el este quedaba Nueva York, donde había vivido hasta que empezó a pasar los veranos «donde la luz no se posa en los objetos, sino los objetos en la luz»; primero en Taos y luego entre Abiquiú y Ghost Ranch.
El rigor del clima obligaba a adaptar el horario, así que se levantaba temprano y salía a pie o en el vetusto Ford A que conducía al principio. Luego, regresaba a la protección del estudio. A menudo volvía con el hueso de algún animal que había muerto a la intemperie, blanco, seco y revestido de pureza geológica. Un cráneo de vaca, una tibia, una pelvis, encontraron lugar en los lienzos. A veces los pintaba suspendidos, como si flotaran contra el cielo.
Pintaba con la memoria puesta en el estremecimiento jubiloso de viajar en avión
Antes de los huesos, recién llegada a Nuevo México, le fascinó el plano cambiante por encima de una pequeña tapia de adobe. A veces azul, a veces casi blanco, lila o rosa y pocas veces con nubes. Lo pintaba sin pausa. Era la versión folk del efecto que, a gran distancia en planteamiento y técnica, James Turrell persigue en Roden Crater.
Publicidad
Este cuadro gigantesco era el último de la última serie que distinguen los historiadores en su trayectoria. Pintaba con la memoria puesta en el estremecimiento jubiloso de viajar en avión. El recuerdo databa de unos años atrás, cuando había experimentado en largos viajes por casi todo el mundo la sensación de volar que retiene una parte de impulso muy antiguo; de impulso y reto superado, como si Ícaro, Leonardo, los hermanos Montgolfier y tantos otros tomasen parte cada vez en el milagro de separarse del suelo. «Si no conoces esa sensación, nunca has visto el cielo», le escribió a una amiga.
Cielos realistas
Había empezado unos años antes a pintar las expansiones de nubes que recordaba enmarcadas por la prosaica ventanilla del avión. «Nunca había soñado con el espectáculo que veía desde esa ventana, sin embargo, es lo más parecido a mis sueños. Me hace creer en ellos». Los primeros fueron lienzos de tamaño razonable, poco más de un metro de lado. Cielos realistas que se fueron esquematizando a medida que el espacio pictórico crecía hasta el monstruo de 243×731 cm que tenía ahora ante sí. «Pintaba desde las seis de la mañana sin parar». No salía, no veía a nadie y hasta las nueve de la tarde no empezaba otro ritual diario, el de limpiar los pinceles. Terminaba exhausta, pero era imprescindible. A pesar del verano, que a mediodía hacía arder el paisaje, el desierto imponía su ley y no había más remedio que acabar antes de que el frío nocturno empezase a colarse por las rendijas del estudio improvisado en el garaje de Ghost Ranch, el único lugar donde cabía aquello. El tamaño le parecía «desde luego, absurdo». Había empezado con la vaga idea de ser un mural para la nueva sede de los tractores John Deere y había acabado por ser algo que simplemente quería hacer, ver hasta dónde la llevaba o se llevaban mutuamente.
Publicidad
En Nuevo México persiguió un efecto con los colores que luego aplicó a su manera James Turrell
Juntos llegaron a Chicago. Apenas cinco años después de aquel verano, 'Sky above clouds IV' (Cielo sobre nubes IV) ya formaba parte de una retrospectiva programada para recorrer el Whitney de Nueva York, el Instituto de Arte de Chicago y el Museo de Arte de San Francisco. Después de las dos primeras escalas, vieron que la pintura era demasiado grande para las puertas del museo en San Francisco. Se quedó en Chicago y acabó por pertenecer a su colección permanente.
La relación entre O'Keeffe y el Instituto de Arte de Chicago, uno de los más antiguos del país, había comenzado en 1905, cuando, sin haber cumplido aún 20 años, se matriculó en la Escuela de Arte. Más tarde, como ejecutora del testamento de Stieglitz, contribuyó a la institución con un importante grupo de obras que incluía una serie propia. Pero 'Cielo sobre nubes IV' era distinto y se convirtió en una de las señas de identidad del Museo. Hasta allí viajó Joan Didion con su hija durante otro verano, el de 1973, cuando el inmenso cuadro ya era la pieza imprescindible que recibe a los visitantes desde la pared sobre la escalera de atrás, separada del resto, como le gustaba a su autora.
Publicidad
La niña, tras observar detenidamente la pintura, preguntó quién lo había pintado. «Tengo que hablar con ella», dijo después sin dudar. A la madre le complació ese interés y sobre todo le complació que el objeto del mismo fuese la «mujer dura que había impuesto sus 18 metros cuadrados de nubes sobre Chicago».
Accede todo un mes por solo 0,99€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión