MAURICIO-JOSÉ SCHWARZ
Sábado, 10 de marzo 2018
Frankenstein, o el moderno Prometeo’ está considerada la novela fundadora de la ciencia ficción precisamente porque sin la ciencia habría sido imposible. Los simples cuentos de terror que se plantearon escribir Lord Byron, Massimo Polidori, Percy Bysse Shelley y Mary Wollstonecraft a orillas del lago Ginebra en 1816, adquirieron una dimensión inesperada en el trabajo de esta última. Mary había conocido, gracias a que su padre era amigo de los investigadores Humphry Davy y William Nicholson, los trabajos de la ‘electricidad animal’ de Galvani, la pila de Volta y las tétricas demostraciones de Giovanni Aldini, sobrino de Galvani, que con una pila voltaica hacía retorcerse los cuerpos de criminales recién ejecutados como si volvieran a la vida. La ciencia se unió a la ficción en ese momento y cristalizó en la novela cuyo bicentenario celebramos.
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Al mismo tiempo se empezó a plantear la posibilidad de llevar a la práctica las ideas delineadas en la novela, y se planteaban preguntas. ¿Era posible unir órganos de dos personas distintas y que funcionaran correctamente? ¿Era posible formar a un ser humano con partes de otros? Y, por supuesto, la más aventurada de todas: ¿era posible devolver la vida a un tejido muerto, usando la electricidad u otro medio?
Cuando Mary Shelley escribió su novela, nadie había intentado un trasplante, ni lo intentó hasta 1936, cuando el médico ucraniano Yu Yu Voronoy trasplantó un riñón de un donante fallecido a un receptor, que murió poco después debido al rechazo del órgano.
La muerte legal de un ser humano se redefinió cuando hay ‘muerte cerebral’
La premisa se hizo realidad al fin en 1954, cuando los médicos Joseph Murray y David Hume trasplantaron un riñón de un paciente a su gemelo idéntico, ambos vivos. A partir de esa intervención, más allá de los problemas del rechazo, la duda era cuánto tiempo podía estar muerto el donante y que un órgano pudiera ser trasplantado con viabilidad. Pero antes de eso, había que saber qué era la muerte y, más importante aún, cómo diagnosticarla con certeza. Después de todo, abundaban –y abundan– las historias de gente que ha sido declarada muerta y se reanima horas o días después. En tiempos de Shelley, se consideraba que alguien había muerto si su latido cardiaco y su respiración se habían detenido, pero determinarlo con certeza era difícil, de modo que se llegó a proponer acciones escalofriantes para certificar que alguien había fallecido: echarle pimienta en boca y nariz, pincharlo con agujas o incluso quemarlo con hierros al rojo, y su falta de reacción se consideraba una prueba incontrovertible de muerte. O no.
Señales de muerte
El único indicio cierto del deceso era la aparición del proceso de descomposición o de indicios previos, como la palidez, la acumulación de sangre en la parte inferior del cuerpo debido a la gravedad o esa rigidez que sufren los músculos a las pocas horas de morir y que se mantiene durante unas 48 horas. Pero, para entonces, los órganos ya no son viables para un trasplante. Enseguida quedó claro que los órganos se deterioran rápidamente en cuanto el corazón deja de latir. La muerte legal de un ser humano se redefinió ya no como la interrupción irreversible de procesos vitales como la respiración, la circulación o la digestión, sino cuando hay ‘muerte cerebral’, cuando las funciones cognitivas superiores desaparecen aunque siga existiendo vida biológica que permite que los órganos sean tomados y llevados a un receptor.
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Por otro lado, hoy sabemos que se puede reanimar a una persona después de una parada cardiorrespiratoria, usando técnicas de mantenimiento (como el masaje cardiaco) y medicamentos como la adrenalina. Igualmente, algunas personas que han sufrido ahogamiento en aguas heladas pueden ser reanimadas. Si tales reanimaciones se pueden considerar ‘volver de la muerte’ es asunto más de filósofos que de médicos, pero se acercarían a los orígenes de la criatura concebida por Shelley.
Las limitaciones que impone la muerte y el rechazo de órganos que no sean compatibles hacen imposible convertir en realidad lo propuesto en la novela, sobre todo por cuanto se refiere a nuestro cerebro, que empieza a deteriorarse en cuanto deja de recibir riego sanguíneo. Y el cerebro, claro, era el elemento clave de la criatura que reanimó Víctor von Frankenstein.
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Recomponer un cuerpo
Quizá lo más parecido a la criatura, estirando un poco la imaginación, sean las personas que han recibido múltiples trasplantes, sobre todo en casos de cáncer del peritoneo que ha afectado a varios órganos. En 2012, la niña de 9 años Alannah Shevenell recibió por ese motivo un trasplante simultáneo de esófago, hígado, estómago, bazo, páncreas e intestino delgado. En 2015 seguía sana. En 2017, el británico Adam Alderson recibió por el mismo motivo el trasplante de nueve órganos. Lo último que se supo de él fue que se preparaba para correr el rally de Mongolia.
Historias mucho menos aterradoras que la de la –esa sí– inmortal criatura de Mary Shelley… pero decididamente preferibles.
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