La excusa de la obediencia ciega
Sobrevivir a la era de Hitler. ·
El catedrático Alec Ryrie recuerda el silencio cómplice de la jerarquía cristiana alemana ante la barbarie y alerta de las flaquezas del antinazismo actualLa reciente obra del catedrático de Historia del Cristianismo en la Universidad de Durham Alec Ryrie, 'La era de Hitler y cómo sobrevivir a ella', ... vuelve a remover las entrañas de una época y de unos ciudadanos fascinados por el nazismo y protagonistas del desmoronamiento y de la miseria moral de unos años que parecen resurgir al desaparecer el consenso ético y la unanimidad discursiva de la posguerra. El papel de Hitler como encarnación del mal que le otorgó Occidente, la ignominia y la crueldad, el pánico y el terror sistémico, el veto unánime como contención de un pensamiento destructor y apologeta del horror, se han desvanecido en los tiempos líquidos en que vivimos y ello exige replantearse, una vez más, cómo se entiende el bien y el mal ahora, si de la misma forma que entonces o con otras variables.
A lo largo de la historia occidental, la religión ha sido considerada por no pocas personas como una bitácora deontológica, como un excepcional arquetipo de integridad, honradez y virtud que señalaba con claridad la diferencia entre el bien y el mal. Y esto fue así hasta que, en el pasado siglo y con la Segunda Guerra Mundial, Hitler y el nazismo se convirtieron en el símbolo del Mal. Ochenta años después no sólo siguen estando ahí, sino que adquieren nueva fuerza gracias al olvido selectivo que caracteriza a la especie humana y al cada vez más notorio desinterés por la cultura y el conocimiento.
La 'Biblia nazi' de 1920
Claro que este arquetipo, muy cuestionado por numerosas razones, hizo aguas con el advenimiento nazi y con la posición de la religión frente al mismo, entusiasta en ocasiones, normalmente colaborativa y, en pocas circunstancias, de rechazo manifiesto. Probablemente sus fallas se manifestaron en numerosas ocasiones anteriores, aunque ninguna de forma tan notoria como esta. Antisemitismo había existido siempre y la persecución de los judíos, y de otros grupos, no fue resultado exclusivo de las medidas que se originaron con Hitler y otros fanáticos nazis. Para demasiados cristianos, las interpretaciones tradicionales de las escrituras religiosas avalaban unos prejuicios a los que se sumaban el nacionalismo, el anticomunismo, el rencor tras la Gran Guerra, la debilidad de una República de Weimar dinamitada desde dentro, la declaración sobre «cristianismo positivo» recogida en el artículo 24 de la Plataforma del Partido Nazi (24 de febrero de 1920) e, incluso la 'Biblia nazi' o 'Los alemanes con Dios. Un libro de fe alemán' (1920).
Sin la ayuda diligente y eficaz de numerosos ciudadanos y del silencio de la élite conservadora y de los dignatarios de la Iglesia, callados y silenciosos ante la barbarie y el contexto político y social, la persecución y el exterminio no hubiese sido de las dimensiones que fue. No pronunciarse sobre ello, sobre todo en los primeros años del régimen nazi, convierte a la jerarquía cristiana alemana (iglesias protestantes y la católica romana) en cómplice de lo que ocurrió. Sólo una pequeña minoría condenó el racismo nazi y ayudó a los perseguidos, pero no fue suficiente para combatir el discurso de odio y violencia, las medidas legales que despojaban a los judíos de sus derechos ciudadanos, las leyes raciales, etc. Finalizado el conflicto bélico, iniciaron un proceso para asumir su complicidad y culpabilidad, que llega hasta nuestros días.
El ensayo de Ryrie incide en esta participación y señala cómo en estos momentos la religión ha sido sustituida por un 'antinazismo' que más que rechazar la figura de Hitler la recupera, aunque sea a pesar suyo. Que Hitler y el nazismo siempre hayan estado presentes después de 1945 es una afirmación discutible o cuanto menos matizable y aceptarlo supone asumir uno de los peligros de la historia: saber lo que pasó y aceptarlo como una especie de inevitabilidad histórica.
Es lo mismo que ocurre con el concepto ético-político creado por Hannah Arendt, «la banalidad del mal», en el que se enmascara «la obediencia ciega», excusa justificativa de comportamientos atroces y eximente de la maldad y del sadismo, presentes todos ellos y en mayor o menor medida, en los protagonistas de las atrocidades. Si acaso le podemos otorgar el comodín del miedo y el de evitar la locura de quien las realizaba, siempre y cuando no predominaran las otras características señaladas. Y esto es parte, y aquí sí que coincidimos con Ryrie, del desconcierto actual de Occidente y de sus desorientadas y polarizadas sociedades y de la necesidad de que lo que denomina «laicismo progresista antinazi» y los «viejos valores tradicionalistas» se enfrenten juntos a los desafíos del presente siglo para ganar la guerra civilizatoria y cultural a que nos enfrentamos.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión