Esponjas
Una historia de fontanería en la que cada baño es más resbaladizo que el anterior
Mientras sujeta el cepillo de dientes, Leo recuerda con media sonrisa amarga lo mucho que al principio odió al técnico proporcionado por el servicio de ... mantenimiento de la compañía suministradora de gas.
- ¡Váyase a tomar por el culo!- le gritó antes de poner punto y final a una conversación telefónica que no terminaba de resolverse de la única manera plausible: con el compromiso de que le arreglarían la caldera inmediatamente. El técnico, desbordado, se esforzaba en explicarle lo complicado que le resultaba prestar sus servicios con cierta celeridad. Las dificultades, le explicó, se multiplicaban por el número averías y por el de fabricantes de calderas.
Tras uno de esos desacuerdos, consciente de que aún le aguardaban numerosas duchas de agua fría, Leo se acercó furioso al supermercado de su barrio y adquirió varias esponjas. Estaba decidido a pedir asilo higiénico a quien fuera necesario, y fue su amigo Cristino, a quien se había encontrado de vuelta a casa, el primero en brindarle su cuarto de baño. Tras superar no pocos obstáculos como algunos montones de ropa sucia que se apilaban en el suelo, sillas con montones de ropa sucia y algo de ropa sucia en la bañera, Leo corrió unas cortinas blancas y abrió el grifo de la ducha sin reparar siquiera en cerrar la ventana para procurarse cierta intimidad. Resulta difícil trasladar el sonido quejumbroso que surgió desde las cañerías -el trenzado de venas sépticas que alberga todo edificio-. Pasados unos instantes, el fragor cesó y el agua caliente comenzó a manar de la ducha. Leo se colocó bajo el agua, y dio gracias a la vida por concederle un momento de tanta dicha. Fue tal el placer que experimentó tras duchas tan frías que contraían sus músculos y llenaban su piel de sarpullidos debido al Síndrome de Urticaria a Frigore -nombre técnico de su alergia- que, en aquellos instantes gozosos, se le saltaron algunas lágrimas de felicidad. El baño habría alcanzado las más altas cimas de satisfacción a las que el alma humana pueda aspirar si Cristino no fuera un convencido de las propiedades del jabón Chimbo. A Leo, que tenía las manos temblorosas debido al marasmo de emoción que le subyugaba, se le cayó la pastilla, y los acontecimientos que se desataron a partir de ese momento fueron de una envergadura tan importante que la única persona capaz de plasmarlos con justicia sea, seguramente, la vecina que, visiblemente divertida, presenció desde su ventana la alocada secuencia de resbalones, caídas y posterior rotura de cortinas que se vivió en ese cuarto de baño afectado por las humedades. Cristino, un joven de natural distraído que fomentaba aún más su distracción fumando ciertas sustancias no protegidas por las leyes ni por las normas que nos hemos dado, había permanecido ajeno a los golpetazos. Por ello, cuando Leo consiguió salir de la ducha, su amigo le sonrió de buena gana y le invitó tranquilamente a tomarse una cerveza. Algo más fuerte, por favor, se limitó a responder Leo.
A pesar de que Cristino le había ofrecido con gran pureza de sentimientos su cuarto de baño de forma indefinida, Leo no se vio con fuerzas para adentrarse de nuevo en ese territorio que con tanta hostilidad le había recibido; por ello, fue en la casa de Álvaro y Vanesa, sus educadísimos vecinos, donde usó la segunda esponja.
El suelo del baño, de color negro, estaba como la patena, uno podía explorar su salud bucal en el reflejo de aquellas baldosas. El hilo musical llegaba hasta el cuarto de baño y la música de Leiva languidecía entre botes de sales de baño, platos de vengué con pétalos de rosa, frascos de perfumes caros y velas aromáticas. A pesar de que pensó que ese entorno ganaría mucho con su armario, todo le pareció tan refinado a Leo que no pudo evitar fisgonear. El inventario fue sencillo y rápido: todos los cajones menos uno estaban repletos de medicamentos, algo realmente asombroso, y el único que no estaba consagrado al fondo farmacéutico guardaba en su interior una fusta, unos tangas negros y unas pelotas de goma. Tras un muro construido con ladrillos de pavés, se erguía, como una estatua imperial, una magnífica columna de hidromasaje. Sin duda, fue aquella una ducha placentera que atemperó su cuerpo y su espíritu.
Nada más abrir la puerta, Leo descubrió a Álvaro, que parecía estar a la espera de alguna señal. Puede que el anfitrión le sonriera, pero es imposible aseverarlo ya que la mascarilla que llevaba impedía inferir cuál era exactamente su presencia de ánimo. Sus manos estaban cubiertas con guantes y aún así parecía recelar de posarlas en parte alguna. Rápidamente, como quien se lanza al fin a hacer algo tan desagradable como apremiante, cogió un cubo repleto de productos desinfectantes que había dejado en el quicio de la puerta, y se introdujo en el cuarto de baño con diligencia quirúrgica. En el salón, de estilo minimalista, aguardaba Vanesa con una pregunta en los labios:
- Dime, Leo ¿qué opinas de los fluidos corporales?
La tercera esponja, una esponja de importancia muy principal en esta historia, decidió emplearla sin arriesgarse a más aventuras extrañas. Así, le pidió a su amigo Calixto que le dejara ducharse en su casa cuando saliera del trabajo. La respuesta obtenida fue muy positiva y a pesar de que el anfitrión se encontraría fuera cuando Leo llegara, la anfitriona estaría encantada de recibirle.
La casa de Calixto y de Gloria era un verdadero hogar que desprendía el reconfortante aroma de la comida casera y de la ropa recién lavada. Le agradó que aquí y allá colgaran fotografías de la pareja, feliz en alguno de sus viajes; le fascinó un marco digital que repasaba momentos de gran encanto y armonía familiar, y sintió una sana envidia al escudriñar las notas con planes de futuro marcadas sobre el calendario que colgaba de la cocina.. Como esperaba, había sido Gloria quien le abrió la puerta y quien se había sonreído al verle con una esponja azul en la mano. Estaba espectacular. Por lealtad a su amigo, Leo no quiso fijarse con gran detenimiento en ella, pero recuerda que aquella primera noche llevaba puesto un escueto camisón de color rosa palo que se transparentaba al trasluz . Los tirantes eran blancos, muy finos. De forma accidental, descubrió que su canalillo estaba adornado por un lunar muy juguetón; y de modo totalmente fortuito también, observó que en el muslo derecho tenía una deliciosa marca de nacimiento con la forma de un delfín. Ella, más callada de lo habitual y con la mirada como perdida, le acompañó al cuarto de baño donde tantas veces había estado ya Leo y, al abrirle la puerta, sus cuerpos permanecieron en contacto directo durante unos instantes. Después, Gloria se marchó y él tuvo que terminar su primera ducha en esa casa con abundante agua fría.
Al día siguiente, la escena se repitió con ciertas variaciones sin importancia: Gloria vestía un camisón negro y con encajes, y la esponja de Leo era, a diferencia del día anterior, amarilla. A los pocos minutos de su llegada, el asilado se encontraba en la ducha, tratando de nuevo de calmarse y ajeno a la vital circunstancia que estaba a punto de acaecer. Cuando buscaba el bote de champú, escuchó cómo se entornaba la puerta. Abrió la cortina para ver qué ocurría y entonces descubrió a Gloria, completamente desnuda, caminando decidida hacia él. Como el pirómano que observa el avance del fuego que acaba de provocar, pero bastante más excitado, Leo permaneció inmóvil, esperando el curso de los acontecimientos, y poco pudo hacerse para evitar que aquellas llamas prendieran de forma violenta y desesperada.
Los días siguientes también tuvieron algo de tierra calcinada. Con gran desinterés, Gloria le abría la puerta vestida con un chándal de algodón de color rosa fucsia cerrado hasta el cuello, y apenas le dirigía la palabra. Sin embargo, el interior de Leo seguía ardiendo. Cuando iba por la calle, camino del cuarto de baño donde tan feliz fue, apretaba la esponja entre sus manos y rezaba para que aquella historia tuviera un reverdecer. Pero sus esperanzas fueron vanas; además, el técnico se presentó al poco tiempo en su casa para arreglar la caldera, como si no tuviera otra cosa mejor que hacer. Agotado, Leo tuvo que asumir que Gloria jamás volvería a estar en sus brazos.
Se enjuaga la boca, coloca el cepillo en un vaso y atiende una llamada telefónica. Es el fontanero: dice que lo del inodoro se deberá, seguramente, a una rotura de la bajante. Leo nota cómo, en lo más profundo de su corazón, la esperanza se abre paso de nuevo, cómo en sus ojos se ha instalado un brillo travieso, cómo en su casa la soledad parece haberse encogido para, mansamente, ceder su lugar a lo que tenga a bien depararle el caprichoso y complejísimo mundo de la fontanería.
- Y ¿dice usted que este asunto va para largo?
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