Más que una época, retrató toda una era
Visionario ·
No se limitó a describir el mundo con realismo crítico, sino que lo interpretó en las nuevas coordenadas de un absurdo intolerable y lleno de ironíaNo es casual que el adjetivo «kafkiano» haya trascendido del ámbito puramente literario para aplicarse a fenómenos de la política, a situaciones de la actualidad ... o a hechos de la vida cotidiana. Robert Musil supo reflejar en 'El hombre sin atributos' la descomposición del Imperio Austrohúngaro y Thomas Mann supo levantar acta en 'La montaña Mágica' del ocaso de las clases rentistas y de un modo de vida anterior a la Gran Guerra del 14. Pero Franz Kafka, el autor de cuya muerte ahora se cumplen cien años, fue más lejos que ellos: no se limitó a retratar una época sino toda una era: la que abarca el siglo XX y el tramo del XXI en el que nos encontramos. Esa capacidad visionaria reside en que aporta una amplia e inédita mirada que es esencialmente literaria. No se limita a describir el mundo que ve con un realismo crítico y enrarecido por el estilo, sino que lo interpreta en las nuevas coordenadas de un absurdo intolerable y no exento de ironía. Esa mirada capta no ya solo las crueles injusticias de la Revolución industrial, como Dickens, sino el alma fría, idiotizada, injusta, ritual y banal del nuevo mundo que nace. Capta el alma de la burocracia, que se manifiesta en una legalidad arbitraria, mortificante y sin rostro.
El universo kafkiano tiene su origen en los minuciosos informes que elaboraba para el Instituto de Accidentes Laborales
El novelista
Esos tres rasgos del sistema que desencadena y conforma la pesadilla kafkiana -la arbitrariedad institucional, su carácter degradante y la carencia de identidad del poder- son los que se plasman tanto en 'El proceso' como en 'El castillo', pero en unas direcciones exactamente opuestas. En la primera de esas novelas, el individuo encarnado en Josef K. comparece como un sujeto paciente. Es el sistema el que acude en su busca: «Alguien debió de haber calumniado a Josef K., porque sin haber hecho nada malo, una mañana fue detenido». En la segunda, por el contrario, es el protagonista, K., quien va a la búsqueda del sistema, el que trata de acceder a la autoridad fantasmal que alberga una fortaleza y que rige sobre el pueblo en el que aterriza para desempeñar un modesto trabajo. En uno de los ensayos de 'El arte de la novela', Milan Kundera nos ofrece una lúcida y bella observación sobre esa modesta tarea profesional que reclama el K. de 'El castillo' y que contrasta con el espacio infinito para la aventura que el género novelesco ofrecía en otros tiempos y que aquí habría quedado patéticamente reducido: «Ya no le promete el bastón de mariscal, apenas le promete un puesto de agrimensor».
En 'El desaparecido', la primera de las tres inconclusas novelas que escribió Kafka, y que durante años se editó con el título de 'América' que le puso Max Brod, el gran amigo del escritor, Karl Rossman, el protagonista, parece romper ese maleficio del estrechamiento territorial de la aventura cuando, con solo dieciséis años, es enviado por sus padres a Nueva York como consecuencia de la relación que ha mantenido con una criada y que ha derivado en el embarazo de esta. Sin embargo, todo el texto es una colección de situaciones calamitosas y hostiles. La propia autoridad que se dibuja en él ejerce un papel condenatorio y opresor que prefiguraría su narrativa posterior.
Hay dos aspectos en la obra novelesca de Kafka que tienen su origen en sus primeras experiencias laborales: la dilación meticulosa del estilo y el carácter lacerante del contenido narrativo si bien una y otro no carecen de una larvada ironía que hace sospechar que en el fondo Kafka era un fino humorista. No resulta difícil deducir que las construcciones infernales que constituyen el universo kafkiano tienen su origen directo en los minuciosos, mecanicistas y precisos informes que se dedicó a elaborar desde su juventud para el Instituto de Accidentes Laborales del Reino de Bohemia en el que ingresó a los veinticinco años.
En dichos informes se extendía de un modo muy técnico, metódico y moroso en las múltiples posibilidades que ofrecían los trabajos manuales de la época para que los obreros se precipitaran al vacío desde los andamios o perdieran dedos y extremidades completas entre las maquinarias de las fábricas y los talleres, así como en las indemnizaciones a las que tenían derecho los mutilados a causa de esa precariedad laboral y en las medidas de seguridad preventiva que debían imponerse. Hay incluso un autor, el tratadista vienés Peter Drucker, que atribuye a Kafka la invención del casco rígido de seguridad para los oficios de riesgo.
A esa realidad «kafkiana» con la que tenía que vérselas Kafka en su trabajo, a ese duro espectáculo de la explotación de los otros del que era testigo, se suma la condena a los horarios de la oficina, que vivía en carne propia y que se le hacían insoportablemente tediosos. El modo de convivir tanto con ese sórdido material laboral como con ese castigo que reprimía, aplazaba y dosificaba su tarea de escribir; su gran venganza, por así decirlo, contra la alienación ajena y la propia, fue utilizar dicha alienación como material narrativo. Lo que hace revolucionaria y singular la obra de Kafka es que estamos ante el escritor que convirtió el tedio en literatura.
«Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado que hay dentro de nosotros»
El Kafka diarista y epistolar
Si la obra literaria, un tanto críptica, convierte a Kafka en el escritor para toda una era, sus diarios y su correspondencia epistolar no son menos importantes porque desentrañan todas las claves de su legado creativo y porque son el testimonio de la lucha de un hombre por ser fiel a sí mismo y a su vocación en un tiempo en el que esta se hace conflictiva. Siempre fue difícil escribir, pero hacerlo como si se tratara de un sacerdocio, una total consagración, en una época que nos comenzó a igualar a todos en los hábitos y los compromisos prácticos, económicos, familiares, laborales y sociales, es una dolorosa hazaña en sordina. ¿Es casual que los dos escritores más radicales, originales y honestos del siglo XX, Kafka y Pessoa, no publicaran en vida la mayor e inmensa parte de su obra? ¿No responde ese 'pudor' a la consciencia de la rara naturaleza de su propuesta literaria y a la certeza de que no iba a ser esta comprendida por su sociedad?
En los escritos más personales de ambos se advierte perfectamente esa lucha por intentar adaptarse al esquema normal de los otros y su imposibilidad dolorosa. En el caso de Kafka, que es el que nos ocupa, el duelo entre sus demandas sentimentales (sus noviazgos, sus rupturas, sus reconciliaciones, sus proyectos de matrimonio…) y la soledad que le exigía su tarea creativa se mantuvo prácticamente hasta los últimos días. Las 'Cartas a Felice', que llegan al medio millar entre 1912 y 1917, el tiempo que duró su relación, resultan un testimonio impagable de esa lucha. Lo dicen todo sobre los momentos de pasión y los de retraimiento del escritor. Dan fe de los proyectos de boda frustrados y de un frecuente intercambio de remordimientos o de reproches.
En las 'Cartas a Milena', a la que conoció a principios de 1920, el comportamiento se repite. Al impulso pasional le sigue el retraimiento. La relación terminó en noviembre de ese mismo año. Pero, de todas las cartas que Kafka escribió, la más conocida y extensa es la que dirigió a su padre en 1919 y que este nunca recibió. En ella le reprocha hasta sus malos modales en la mesa. Los antecedentes de ese texto están en la oposición que el progenitor había mostrado a los planes de su hijo de casarse con Julie Wohryzeck, una chica a la que había conocido en un centro termal de Schelesen.
Lo que hace singular y revolucionaria su obra es que estamos ante el escritor que convirtió el tedio en literatura
Auschwitz antes de Auschwitz
En los relatos que escribió hallamos al Kafka más ameno, ligero e incluso humorístico. 'La condena', 'Un artista del hambre' o 'La edificación de la muralla china' son textos en los que el dolor psíquico del expresionismo coquetea con el onirismo lúdico del surrealismo. Pero hay, entre esas piezas en prosa que oscilan entre el cuento y la 'nouvelle', algunas que son más explícitamente radicales en su carácter tétrico que las novelas. Una de ellas es 'La metamorfosis', en la cual ya no es la realidad externa al individuo la deforme sino su propia interioridad. Gregorio Samsa ya no puede echar la culpa al cuerpo social ni al sistema judicial, sino al fisiológico en todo caso, de que «al despertar se vea convertido en un monstruoso insecto». Otro ejemplo aún más gráfico es 'En la colonia penitenciaria'. El relato fue leído por el propio Kafka en Munich ante un auditorio entre el que se produjeron varios desmayos. Relata una demencial ejecución de la que el acusado no tiene noticia ni oportunidad de defenderse hasta que se halla desnudo ante la extraña máquina que le proporcionará una terrible agonía de doce horas y que ha sido ideada por un militar difunto. La 'normalidad' con la que los soldados cumplen su cometido es premonitoria de los capítulos más sangrientos del siglo XX.
No es exagerado decir que el legado de Kafka en su conjunto profetiza la Shoa. Y es que Auschwitz es la cumbre de lo kafkiano. Cuando Hannah Arendt descubre en Eichmann al burócrata que no tiene conciencia del mal sino que actúa de una manera mecanicista al llevar a la muerte a sus semejantes está certificando la lucidez del legado kafkiano.
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