El corazón del pez de la marisma
San Marcos es la exageración que cautiva al visitante de la Serenísima República
LUISA IDOATE
Sábado, 4 de agosto 2018
Dicen que Venecia es un pez durmiendo en el Adriático, y pelea con él para lograrlo. Tiene por escamas ciento veinte islas unidas por puentes; por corazón, la plaza de San Marcos. Napoleón la llamó «el más bello salón de Europa». Es la desmesura. La vanidad y el exceso. Cúpulas centelleantes, mosaicos dorados, bronces, torres inacabables, cafés, mármoles y palomas emborrachan la atención de quien la cruza. Si puede hacerlo, porque la avalancha de turistas la colapsa. 'Selfies' y colas interminables la acosan; el gentío y el traqueteo de las maletas la agotan y desgastan. La hunden lentamente, mientras se apoya en miles de árboles clavados en la marisma. Y lucha como nunca por mantenerse a flote.
Es la única 'piazza' de la ciudad; lo demás son 'campos' o 'campielos'. La Serenísima República epataba con ella al mundo; era su tarjeta de visita. Se asoma al Gran Canal. En su muelle atracaban personalidades y mercantes. Si el negocio triunfaba, donaban un regalo a la basílica de San Marcos que la preside. Los obsequios se amontonaban. Cuanto más llamativos, mejor. De la ostentación se pasó a la exageración, y luego al frenesí del 'yo más'. El resultado es el ecléctico y despampanante acúmulo de estilos del templo: románico, bizantino, gótico florido, renacentista.
A su lado e igualmente desorbitado, el Palacio Ducal. Era la residencia del Dogo, el hombre más poderoso de Venecia. Lo recuerdan el patio, la Escalera de Oro y la sala de votaciones. Los laberínticos pasadizos e inacabables salones. La armería y los calabozos, de donde huyó Casanova y a los que lleva el Puente de los Suspiros. Según Lord Byron, los reos los lanzaban al ver la luz por última vez desde su exiguo ventanuco. Es un icono, al igual que el Campanile. Hay ascensor para salvar sus cien metros de altura y disfrutar de las mejores vistas; quizá mientras dan la hora los 'moros' del reloj astronómico, adornado con el alado león de Venecia.
San Marcos sigue echando el resto para impresionar. Pero diversifica y actualiza sus reclamos. Rentabiliza los viejos cafés. El Florian y el Quadri han visto pasar a escritores, pintores, músicos, políticos, actores. Sus resabiadas orquestas saben bien cuándo interpretar la música de 'Anónimo Veneciano', el canon de Pachelbel, ritmos pop o una tarantela. Como los viejos mercaderes, el visitante hará un regalo a la plaza: pagará un precio disparatado por cualquier cena o consumición. Al husmear por las tiendas de los soportales, recordará que está en casa de los imbatibles comerciantes venecianos, que lo venden casi todo. Aunque nada tan hermoso como el largo chubasco que ahuyenta de cuajo a los turistas. Entonces San Marcos queda sola. Y más bella que nunca.
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