Barquitos de papel en el Nilo
cristina maruri
Sábado, 14 de agosto 2021, 01:45
Todo era tumulto, polvo y calor. Gritos inentendibles en un paisaje inimaginable. Pero allí estaba Cossett. Adrien no se hallaba muy lejos. Distanciado por unos metros y en una silla que soportaba el peso de su cuerpo. Era aquella maldita pierna que nunca se callaba. A punto estuvo de costarle la vida, pero ella lo impidió. Porque Cossett se enfrentó a médicos y al resto de enfermeras. Insistió en que no era gangrena y lo salvó.
Y entonces Adrien se atrevió. A pedir su mano, aunque tuviera treinta años más que ella. Y en el hospital se casaron, el día que le quitaron el pijama y pudo anudarse la corbata. Se casaron. Aunque de cariño fuera el brillo de su anillo; y no de amor.
Poco tiempo estuvieron mirando el fuego de la chimenea, en aquella confortable casa cerca de la Sorbona. Porque la llenaron de sábanas, la convirtieron en un castillo con fantasmas y comenzaron a viajar. Antes de que no quedara un grano de arena en el reloj de su tiempo.
El destino les había llevado a Egipto. Al muelle de la fascinante Asuán. A turbantes y desacuerdos, mientras esperaban la escalerilla para desembarcar. Dejaban atrás una travesía idílica por el mágico Nilo.
El hotel se encontraba en las afueras, glamuroso, envuelto en vegetación. Un recodo caprichoso en el que el río perdía protagonismo y jugaba al escondite. Para ambos, de nuevo sumergirse en un sueño.
En el que soñaron hasta aquella noche, en la que el calor se alió con el dolor. Adrien tiró el helado de la cucharilla y a poco se desploma de la silla. Pero en el salón había un doctor, que desabotonó la camisa, que le proveyó de brisa y lo reanimó.
Al contario que Cossett; que sucumbió. Por primera vez su femineidad dormida reaccionaba, ante aquel caballero de rasgos aristocráticos, pelo blanco y perfume irresistible. La sacudió. Toda ella fue corriente y magnetismo. Un obtener desconocido placer.
Que no pudo completar, porque el caballero convertido en estrella fugaz se despedía. Cuando lo hacía, ella volvería a perderse en aquellos ojos de un azul perturbador, aunque el doctor tan solo viera una mujer de mirada serena.
Cossett no durmió aquella noche y no hizo sino soñar con él durante el día. Pero fue al llegar tarde mientras Adrien dormía, cuando Cossett bajó a la terraza para escribir.
Una crónica que ambos leerían, cuando Adrién y ella solo pudieran viajar con sus recuerdos. Pero sin darse cuenta, entre las líneas ya se había colado él. No estaban las poesías que recitó, ni el nuevo libro que compró. Solo estaba él. Solo estaba él.
Y Cossett eligió no luchar, abandonarse, vaciarse para llenarse; explotar. Cuestionarse de qué clase era su felicidad, quién era en realidad y dar rienda suelta a sus más íntimos deseos.
Al finalizar comprendió que no podría conservar aquella hoja, pero tampoco se atrevería a destruirla. Era como ponerse fin a ella misma. Contenía gran belleza y demasiadas verdades.
Uno de los últimos rayos del sol se apiadó de Cossett iluminando el pequeño embarcadero. En él halló la solución. Construiría un barquito de papel, que pondría a navegar sobre las aguas calmas del Nilo. Para que fueran ellas quienes se lo llevaran.
Así que con tinta indeleble y una cuartilla arrancada, fue construido aquel diminuto titán, que no temió salir a navegar. Y que Cossett no vio zozobrar; tan solo desaparecer.
El doctor Philip Scott tenía dos amores: la medicina y su patria. Ellos le habían llevado hasta Asuán, mientras se construía aquella faraónica presa. Años de ímprobo trabajo y de altas recompensas, porque no había nada que pudiera satisfacer más a Philip, que salvar una vida. Librarla de las garras de la malaria o del cólera. Pero se entregaba tanto, que al finalizar el día se encontraba extenuado.
Había hallado un lugar al que acudía cuando no podía más. Una roca con forma de elefante, que conformaba con sus patas una piscina. Caprichos de la caprichosa naturaleza, en un aliviadero del Nilo. Desnudarse, nadar y flotar como un corcho, mientras empezaba a contar las estrellas; le relajaba. Más que eso; era una especie de bautismo que le hacía renacer y que le devolvía a la sagrada vida.
Aquella tarde se secaba cuando alzó la mirada, algo flotaba sobre las aguas. Parecía un barquito de papel. Volvió a sumergirse, para en cuatro brazadas asegurarse y hacerse con el barquito, que llegó sano y salvo al puerto de sus manos.
Lenta y cuidadosamente lo desarmó, como si estuviera desvistiendo a una mujer antes de amarla. Para después extenderlo sobre el lomo del elefante, y que acabara secándose como él. La luna apenas alumbraba, así que Philip regresó, se comió un sándwich, y ya en su tienda, teniendo como testigos almohada y candil, lo leyó.
La página diseccionaba a la perfección el alma de una mujer. Bellos sentimientos, dudas, cuestiones y pasiones. Honestidad envuelta en dulzura. Philip no pudo evitar ser seducido por ella. Aunque por más que lo intentó, no pudo determinar quién era. Porque no dejaba huella. No había nombres, solo un idioma inglés adoptado y un cisne blanco. Entre las líneas solo se hallaba a una mujer enamorada y a su amado.
Aquel barquito fue el primero de una flota, porque Adrien no acababa de recuperarse. Y cada atardecer, Cossett bajaba los peldaños del pequeño embarcadero, para poner a navegar un nuevo barquito.
Aquel barquito fue el primero que Philip rescató del río. Y desde entonces todos los demás. Ninguno se perdía. Porque puntual acudía a su cita, para después leerlos con detenimiento, en la soledad de su habitación.
Y así día tras día su amor tejían. Un amor que seguía arraigándose y creciendo en sus corazones, como semilla a la que no se deja de regar ni de radiar al sol.
Pero era en la noche más noche, cuando Cossett y Philip daban rienda suelta a sus emociones y pasiones. Cuando dejaban disfrutar a su sexualidad. Philip, con una habitualidad reconocida, pero que había tocado otros cielos al haberse impregnado del hermoso sentimiento. Y Cossett, pasito a pasito, aunque su corta trayectoria se viera con creces recompensada por la intensidad de su disfrute. Con el desvelar de su capacidad de obtener placer.
Y como suele suceder, ninguno de los dos se conformaba. Sumidos en una espiral de opiácea felicidad, ambos deseaban más. A momentos, el no poder obtenerla les frustraba. Aunque el porcentaje de padecimiento era mayor para Cossett, quien sumaba remordimiento. Al no poder ofrecer a su marido nada más que un cuerpo vacío, un tiempo sin contenido, y una jaula estropeada con los barrotes doblada. Porque su alma inevitablemente, a través de ellos se escapaba.
Por su parte Philip solo penaba y se frustraba, por no poder alcanzar sus más íntimos deseos, ya que ningún tipo de remordimiento albergaba. Él era libre para volar, a donde quisiera, con quien quisiera. Aunque la posibilidad de que por encontrar a la dama de papel su libertad perdiera; le retuviera.
Pero no por más tiempo, porque llegó aquella mañana en la que todo él era fuego. Philip ardía. Más que el desierto en agosto. Ya no podía más, ya no podía más, necesitaba llegar al final. Por eso dejando atrás todo lo demás, Philip alquiló una faluca con la que remontaría el Nilo en sentido contrario al navegar de los barquitos. Hasta que diera con la dama causante de su amor, de su pasión. De sus noches en vela, la dueña de sus días; su única compañía. Habría de encontrarla para deshacer el hechizo, aunque tuviera que atravesar países o llegarse hasta los confines de la tierra. Ya no podía seguir viviendo de aquella manera. Así que izó las velas, y provisto de prismáticos, una mochila y todos los barquitos rescatados, se echó a las aguas. Para dar con quien lanzaba aquellas flechas de papel, que tan certeramente atravesaban su corazón.
Y navegó y navegó, hasta que un atardecer en el que el destino estaba demasiado perezoso para intervenir, alcanzó el hotel Bank of The Nilo. Nadie más que él en la ribera, puesto que a aquellas horas todos se hallaban en el salón.
Risas, música y ruido de cubiertos que derrochaban vida, traspasaban los ventanales abiertos de par en par, yendo a parar al agua que silenciosa discurría. Generando eco en un impertérrito desierto, que a diferencia de quienes tanta vitalidad exhibían, nunca moriría.
Philip sintió unas migajas de añoranza al recordar el salón, al caballero que atendió y a la mujer de mirada serena. Parecía todo tan lejano, se sentía él tan diferente.
Así que aunque tenía otro camino marcado, sucumbió a los dulces recuerdos y entre juncos se dispuso a descansar un rato antes de proseguir.
Llegaba la noche asesinando el día, desangraba las montañas, la arena teñía y cuando se aburría, todo lo desteñía. Llegaba también el vals. Pero no solo en el salón, sino el que irremediablemente bailaban las luces con las sombras. Y fue entonces cuando el destino bostezó. Y se desperezó.
Una figura en medio del jardín surgió, y lentamente, arrastrando su vestido al embarcadero se acercaba. A Philip le extrañó su soledad, pero como no la vislumbraba con claridad, se hizo con los prismáticos.
Al enfocar la reconoció, a la mujer de mirada serena. Y aunque le extrañaba, se preguntaba si podía ser ella.
No se dilató más que unos instantes la respuesta, porque Philip pudo comprobar cómo se inclinaba, lo besaba, y dejaba un nuevo barquito navegando en el río.
Lo intempestivo e inesperado del descubrimiento, supuso en Philip una convulsión, para la que no estaba en absoluto preparado. Qué debía hacer. Dudaba. Titubeaba. Mientras Cossett regresaba, se alejaba; se desvanecía. Al igual que perdía de vista el barquito empujado por la corriente. Envuelto en la capa del anochecer.
Y Philip no se atrevió. No se atrevió como lo había hecho antes Adrien. Pesaron más sus miedos, las costumbres y las incertidumbres. Su amor habría ganado muchas batallas, pero perdería la guerra. Porque su valentía retrocedía. Porque la tinta con la escribía su amor se disolvía. Como lo hacía la figura de Cossett. Como lo hacía el último barquito de papel, que Philip no rescató del rio y que terminó por desaparecer.
Los años pasaron y Cossett logró recuperar el amor de casi todos sus barquitos para entregárselo a Adrien, con quien siempre fue feliz.
Los años pasaron y Philip no dejó de releer sus cartas ni de buscar aquel último barquito. Porque él, nunca pudo olvidar a Cossett.
Cristina Maruri

Bilbaína. Licenciada en Leyes por Deusto. Asesora Jurídica de un grupo industrial. Autora de 'Todas Mis Fotos Hablan De Ti' y 'Los Poemas de Nadia'. Fotógrafa y viajera solidaria.
www.cristinamaruri.com
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