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LECTURAS

Y el apocalipsis nuclear no fue ficción

Susan Southard ha investigado lo que sucedió en Nagasaki tras la bomba atómica en un libro para el que ha entrevistado a 17 supervivientes

ELENA SIERRA

Sábado, 26 de agosto 2017

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La noche del 9 de agosto de 1945 no existió, al menos no existió en el valle del Urakami, en la ciudad de Nagasaki. O más bien habría que decir que como algo parecido a la noche se había echado sobre la zona antes del mediodía –a las 11:02 según uno de los relojes que se quedó parado ya para siempre–, y permaneció durante las jornadas siguientes suspendida allí, suspendiendo el tiempo, no podía tenérsela en cuenta. Esa noche no existieron los ruidos de la ciudad portuaria e industrial en la que Mitsubishi tenía varias fábricas y astilleros en los que miles de personas de todas las edades –muchos muy jóvenes, ya que los mayores estaban en el frente– se afanaban por contribuir al esfuerzo de guerra. La naturaleza no emitió ningún sonido, ni cantos de pájaros, ni ladridos nocturnos de perros, porque no quedaban animales; pero tampoco viento entre las hojas, porque no quedaban hojas, ni tan siquiera ramas. Sí hubo murmullos del río, que siguió imparable con su carga de cadáveres, pero nadie pudo escucharlos.

Porque la segunda bomba atómica que la aviación estadounidense lanzó sobre el territorio japonés –la primera fue el 6 de agosto sobre Hiroshima, símbolo desde entonces de la destrucción absoluta– había hecho desaparecer el sol del cielo y la vida de gran parte de Nagasaki (el valle quedó arrasado y se salvaron los barrios de la ciudad que había al otro lado de las colinas). A varios cientos de metros del lugar en el que ‘aterrizó’ la bomba atómica que en Estados Unidos sigue asociada a la rendición de los japoneses –el emperador y sus huestes en realidad ya venían pensando en capitular desde hacía días y negociaban entre sí cómo hacerlo–, no había nada: solo restos calcinados, cenizas de lo que se evaporó con el hongo atómico que creó una nube que se elevó doce kilómetros hacia el cielo. Fue tal el calor de la explosión (se calcula que 3.900º C), tal el nivel de radiación y tal el empuje del aire que creó la onda atómica (más de mil kilómetros por hora) que la gente y las cosas desaparecieron. Así, sin más.

Más allá de ese primer escenario apocalíptico hubo supervivientes, afectados en mayor o menor medida según el círculo concéntrico sobre el hipocentro en el que se hallaran cuando su mundo se acabó. Muchos de ellos morirían en los días y semanas siguientes, tanto por la magnitud de las lesiones –fracturas, quemaduras, heridas abiertas para las que no quedaba material sanitario, ni casi personal– como por la radiación, esa pequeña gran cuestión en la que quienes idearon y lanzaron la bomba no habían pensado.

Durante décadas, el Gobierno japonés no prestó atención médica a los afectados

Nadie sabía qué hacer

Y como no había estudios, ni previsiones o proyección de datos de ningún tipo, cuando los primeros síntomas de esta afección comenzaron a aparecer, nadie supo cómo había que hacerle frente ni siquiera cuando especialistas médicos estadounidenses se trasladaron a Nagasaki unas semanas más tarde para estudiar el impacto de la bomba atómica sobre el terreno y los cuerpos. Así que los habitantes de la vieja ciudad que había sido la conexión de Japón con el resto del mundo debido al comercio internacional, murieron por miles sin tratamiento.

Todo esto lo cuenta en ‘Nagasaki. La vida después de la guerra nuclear’ (Capitán Swing) la escritora Susan Southard, que ha estado muchos años entrevistando a supervivientes. Supervivientes con mayúsculas: eran niños y adolescentes aquel 9 de agosto de 1945. Sus cuerpos quemados y sus familias diezmadas, el silencio del Gobierno japonés, que durante décadas no prestó atención médica a los afectados, y el no reconocimiento del estadounidense de la magnitud de la tragedia que causó han sido sus compañeros de viaje en una noche que no existió pero que aún perdura.

Southard, nacida ya en ‘paz’, fue una estudiante adolescente de intercambio en Japón. Cuenta en el libro que entonces desconocía lo que había ocurrido y que eso es el reflejo de la manera en que sus compatriotas habían asumido las bombas atómicas como el mal menor para ponerle remedio a la Segunda Guerra Mundial, teoría que nunca se revisó, sin prestar atención a la tragedia humana. De hecho, cuando en la década de los ochenta los del Museo Smithsonian quisieron organizar una exposición mostrando todo el proceso desde que se inventó la bomba hasta su efecto en los seres humanos, les acusaron de antipatriotas.

La noche más larga

La escritora se reencontró con Nagasaki precisamente a mediados de esa década, cuando la invitaron a hacer de intérprete para un hombre japonés que estaba dando unas charlas en Estados Unidos. Era Taniguchi Sumiteru, un superviviente que terminaría siendo parte fundamental de la narración del libro junto a otros 16 a los que la escritora entrevistó en persona a lo largo de los años. Taniguchi no tiene los nervios a flor de piel porque no le quedan nervios en gran parte del cuerpo; lo que sí tiene es el corazón a la vista, porque a través de las cicatrices del torso, resultado de heridas profundísimas, se adivina el latido. Su espalda es un mapa del Nagasaki nuclear, resultado de las quemaduras que le provocó la onda expansiva mientras repartía el correo con su bicicleta cuando era adolescente.

Este hombre es uno de los pocos ‘hibakusha’ (supervivientes) que aun da guerra a los gobiernos pidiendo mejoras en la atención a quienes vivieron el horror atómico, exigiendo el desarme nuclear y, desde el desastre de Fukushima, la no utilización de centrales de este tipo. Muchos de sus compañeros han ido muriendo, a menudo de cáncer, cuya tasa es mayor entre quienes estuvieron aquel 9 de agosto en el valle del Urakami o anduvieron por él, en busca de sus familiares y amigos, los días siguientes.

Días o noches, que la niebla nuclear no dejaba distinguirlos muy bien. Aquella noche no existió pero fue al mismo tiempo larguísima, duró tanto como las semanas que el mundo tardó en tener alguna noticia de lo que había ocurrido allí. Solo hacia finales de agosto de 1945 los japoneses empezaron a ser conscientes de lo que significó la bomba atómica.

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