Un 'Rigoletto' histórico para la ABAO
El montaje convenció y el barítono mongol Amartuvshin Enkhbat arrasó en una noche redonda con bis incluido
Bilbao is different. No se oyó ni un abucheo y se aplaudió como se merece al director de escena Miguel del Arco. Como era de ... suponer, no se ha reproducido el escándalo que se montó en el Teatro Real hace un par de meses. El público vasco es más contenido. Ni aplaude durante 15 minutos ni afea el trabajo ajeno cuando se nota que hay mucho rigor y esfuerzo detrás. El montaje de 'Rigoletto' se vio sin prejuicios y sorprendió por su envergadura y ambición. La escenografía de Sven e Ivana Jonke, con formas hinchables y monumentales, telones rojos y lámparas colgantes, aprovecha al máximo el escenario del Euskalduna.
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Hay detalles muy logrados como la 'burbuja-casa' de la hija de Rigoletto, que parece un invernadero para flores delicadas, y las máscaras de conejo que lleva el coro masculino en su correrías, cuando solo piensan en aparearse como animales. También es sugerente la imagen de espaldas y brazos desnudos que culebrean en torno a la joven Gilda mientras suspira por su enamorado. Lo que cansa es la abundancia de escenas de índole erótica o sexual para apuntalar la violencia contra las mujeres. Más allá de la intención, que tiene su fundamento en una historia ambientada en un contexto de abuso y depravación, el problema es que se termina banalizando el dolor, la rabia y la humillación. Y no menos importante: se lastran momentos fundamentales de la ópera de Verdi, al pasar a un segundo plano la interpretación de los cantantes.
El final del segundo acto, que culmina con el imponente dúo 'Sì, vendetta', se malogra ante la presencia de un amasijo de cuerpos semidesnudos que se agitan y golpean compulsivamente, de ahí que todo el mundo agradeciera el bis a telón corrido. Y lo mismo sucede en 'La donna è mobile', con once prostitutas que simulan una felación al compás de la música. Pena que en este caso no se repitiera sin ellas. Las coreografías de Luz Arcas tienen un sentido del ritmo irreprochable y el trabajo de las bailarinas es ímprobo, pero falla el sentido de la medida. En el plano musical, por contra, todo cuadró porque se contaba con un trío glorioso: el barítono Amartuvshin Enkhbat (Rigoletto), la soprano Sabina Puértolas (Gilda) y el tenor Ismael Jordi (duque de Mantua).
Los cantantes no solo dieron lo mejor de sí mismos, incluido un magnífico Coro de Ópera de Bilbao (exclusivamente masculino en esta ópera), sino que se crecieron a las órdenes de la batuta de Daniel Oren, capaz de conjurar la atmósfera de la ópera desde el minuto cero. La música se adueñó del público y le hizo vivir la tragedia de Rigoletto de principio a fin. Se gozó y vitoreó a todos los intérpretes –y muy especialmente a Amartuvshin Enkhbat– por una velada de las que hacen historia con una Orquesta Sinfónica de Bilbao en plenitud. Algunos temían un escándalo, pero nada más lejos. Se dejó muy alto el pabellón verdiano.
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Travestido con plumas y corsé
La reubicación de la trama en un espacio abstracto, con estética ochentera y kitsch que da cabida a minifaldas y plataformas, trajes de hombre blancos y un Rigoletto travestido con plumas y corsé, no hace perder de vista la trama de la ópera. No se diluye la tragedia del bufón que contrata a un sicario para vengar la deshonra de su hija y acaba siendo víctima de una cruel broma del destino. Hombre de doble vida, sádico en su trabajo y puritano en su hogar, es el antihéroe que por un momento sueña con lo imposible. Quiere hacer justicia pero está condenado. Él piensa que por la maldición de un padre del que se burló cuando temblaba de rabia por la suerte de su hija raptada, pero en el fondo sabe que él mismo carga con su castigo. Lleva demasiado veneno y amargura dentro; todo lo contrario que su hija.
Gilda se deja matar para salvar al crápula del que, así es la vida, está enamorada. En el montaje de Miguel del Arco, la joven se pone de pie al expirar, rodeada de mujeres desnudas que han ido apareciendo poco a poco desde la lontananza. Se quedan quietas, con la mirada al frente, como si esperaran una respuesta. No es mal broche para una partitura que destila sordidez, pasión y humor negro. 'Rigoletto' es una ópera de acción trepidante, que empieza con una fiesta de libertinos y acaba con un asesinato, en un fluir constante cargado de malos presagios. En la instrumentación hay una extraña y fosforescente mezcla de clarinetes, fagotes, cuerdas graves y bombos. Una combinación sumamente siniestra que entra en acción cuando Rigoletto se cruza por primera vez con el sicario Sparafucile (interpretado por Emanuele Cordaro, algo escaso de fuste vocal).
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Se chapotea sin miramientos en los bajos fondos, pero musicalmente se hila muy fino. La batuta de Daniel Oren dio puntadas de maestro sin parar, tanto en las arias como en los concertantes (grandioso el 'Bella figlia dell'amore'), sin perder un rumbo muy definido al frente de la BOS. Es un director que tiene claros los detalles y también el marco general. En 'Rigoletto' hay un torrente imparable que sostiene la acción y la música, sin compartimentos estancos que detengan la fuerza. El núcleo duro son los dúos entre padre e hija. Tres momentos cruciales que ponen a prueba las cuerdas vocales del barítono, con un legato que fluye y fluye, justo por debajo de lo más alto de su registro. Un desafío que no despeina a un cantante del calibre de Amartuvshin Enkhbat.
Impávido como actor, lo dice todo con una voz que impacta como bala de cañón. De centro robusto y agudo penetrante, tiene un fraseo muy noble y destila 'italianità'. No parece mongol sino milanés de toda la vida. Arrolló con su ejecución de 'Cortigiani, vil razza dannata' (Cortesanos, vil raza condenada). En el papel de su hija, también derrochó poderío la soprano navarro-aragonesa Sabina Puértolas. Lo mismo deslumbra en el aria 'Caro nome' (Querido nombre), metida en la piel de una chica que apenas vislumbra el sexo, con pausas, filigranas y una exaltación contenida, que se hunde en el desgarro con 'Tutte le feste al tempio' (Todos los días festivos en el templo) al confesar que la han engatusado y conquistado como un trofeo.
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La evolución de su personaje es brillante y, por eso, tanto más lacerante su final. Pese a que su padre le enseña la realidad, la verdadera cara del duque en un local de mala muerte mientras se divierte con la prostituta Maddalena (muy bien la mezzo Carmen Topciu), ella seguirá obnubilada y prendada. Lo cual tampoco es difícil cuando el tenor tiene la presencia y la voz de Ismael Jordi. El suyo es un personaje ambiguo y seductor que engaña a todo el mundo, sobre todo a las mujeres, y también a sí mismo. Verdi lo retrata con melodías triviales y empalagosas, con la única excepción de 'Parmi veder le lagrime' (Me parece ver las lágrimas), que lo muestra insólitamente honesto y vulnerable. Puro espejismo. Es un crápula y nada más. El tenor jerezano lo interpretó con aplomo y un fraseo de elegancia soberana. Gran actor, se desenvolvió con naturalidad, también a la hora de cantar 'La donna è mobile' que pocos escucharon con atención por el despliegue mímico de las felaciones. En fin.
Muchos nos acordamos de Alfredo Kraus, que no dejaba que volara ni una mosca cuando cantaba, porque quería tener a más 2.000 personas hipnotizadas y conteniendo la respiración. Si bien los tiempos han cambiado, no habría que olvidar que los cantantes de ópera son como atletas de élite. Cada número es una proeza, así que no está de más poner el foco en el intérprete cuando llega su gran momento. Luego, se verá lo que se tenga que ver. En este 'Rigoletto' hay mucho que apreciar y aplaudir.
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