Manuel Liñán baila '¡Viva!' en el Flamenco On Fire
Al frente de un gran cuadro de cante dramático y de baile travestido, el coreógrafo granadino triunfó en la tercera jornada del festival navarro, donde también dejó una estupenda impresión Javier Ruibal
El viernes en Pamplona, en la tercera de las cinco jornadas del octavo festival Flamenco On Fire, ya se repitieron ciertos artistas (tres nombres de los seis propuestos) y varios conciertos se solaparon en el tiempo, con lo cual fue imposible compaginarlos, atestiguarlos todos.
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Se repitieron tres participantes gitanos del jueves, a saber: la cantaora Dolores La Agujetas, con el tocaor Domingo Rubichi, abriendo a las 12 desde el balcón del ayuntamiento, con ella también floja a la voz («estoy con la alergia fatal», alegó este viernes, y su punto álgido lo alcanzó en el bis, unos martinetes «de regalo por ser tan guapos», colofón del concierto de cinco cantes en 26 minutos) pero con un Rubichi imperial, sonando más alto y salvando la cita matutina; también repitió la dupla formada por Inés Bacán y Antonio Moya a las 7 en el patio del Condestable, oficiando menos sorpresiva que la víspera, aplacada la muy tímida por el público sentado a dos palmos de ella, pero aún sonando de otra época, destilando un lamento puramente metafísico que sugería sol, aridez y aislamiento, conectando con el más allá de un modo muy étnico y siendo ovacionadísima en las seguiriyas duras y olivareras, de lo último de un bolo de unos 7 palos en 45 minutos (es que debimos correr a otro acto antes de acabar); y también repitió el tocaor modernista Rycardo Moreno esta vez con el percusionista Ané Carrasco a las 8 en el jardín del palacio Ezpeleta, pero no lo pudimos ver por estar a la misma hora en el teatro Gayarre para catar a Javier Ruibal en el primer encuentro de abono del viernes.
El poderoso y lírico cantautor se desplegó a menudo amoroso y a veces militante del catón progre, aunque no de modo demasiado panfletario: la canción en favor de la mezcla de razas en 'Yo soy africano', la crítica a los desobedientes de la pandemia que organizaban caceroladas antigubernamentales por el confinamiento y a los que en la letra acusó de consumistas, unos desobedientes cuya actitud reprocha Ruibal a la vez que bendijo más adelante el carácter rebelde de Morente.
Ruibal, acompañado por sus hijos Javi a la batería, las programaciones y los coros (qué percusión más mágica la suya) y por su hija Lucía a los bailes esporádicos, en la primera parte de su concierto se basó en la presentación de su último álbum, el homónimo 'Javier Ruibal' (2020), compuesto durante la pandemia e inspirado por ella. Por fundamento instrumental y capacidad sobrada de evocación amorosa, Ruibal resonó a menudo a la nueva trova, ora desde el influjo de los creadores caso de Pablo Milanés, ora como discípulos aventajados españoles tipo Pedro Guerra e Ismael Serrano, y rieló con reflejos de grandes como Serrat, Drexler (las luces de la escena, la querencia por la ciencia...) y Sabina en títulos arriesgados como 'Sólo la dosis hace al veneno', 'Física cuántica' o 'Astronomía', dotados de humor, métrica y estupenda ejecución vocal. Para la última parte se iba a reservar el componente más flamenco de su repertorio, pero ya habíamos salido hacia el Baluarte, a ver al bailaor granadino Manuel Liñán en la segunda cita de abono del viernes.
El show agotador, o incansable, de Liñán lo presentó otro repetidor de la jornada, el componente de Gomaespuma Juan Luis Cano, quien por la mañana en el Casino Principal había dado una charla sobre su iniciación en el flamenco ilustrada por la cantaora Cristina Soler y el tocaor Salva Del Real en un encuentro de 80 minutos con 14 fragmentos de cantes, algunos en la voz del propio Juan Luis. Y a las 9.30 de la noche el gomaespuma también tiró de humor para presentar el show de Manuel Liñán, al que calificó de arriesgado y puramente español porque el flamenco solo se hace aquí (dijo que también se torea en América, y que comer se come en todo el mundo), una coreografía titulada '¡Viva!' y que apuesta por el transformismo liberador, pues los siete bailarines masculinos actúan con vestidos tradicionales flamencos femeninos.
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Los siete bailarines y su estupendísimo acompañamiento músico-vocal quíntuple (tres músicos y dos cantaores, todos trajeados), instantáneo, melodramático, intensísimo y global, durante casi dos horas a tope (117 minutos), dos horas agotadoras arriba del escenario (desde el principio pensamos en cuándo se iba a cansar de tocar el percusionista) y debajo (el prolongado epílogo con tantos finales en falso que no hacían sino subir el calor de las ovaciones del gentío), se lanzaron cabeza abajo en una coreografía moderna, coral, con movimientos grupales estupendos (desde los iniciales, propios de musical, hasta los postreros, como las alegrías con los siete bailaores con trajes blancos de lunares negros en un escenario desnudo, enorme e iluminado), cantando desgarradores (¿por qué son tan buenos, tan mejores los cantaores de atrás, cómo se llama a los que acompañan al baile?) por tonás, rumbas, alegrías o Bambino.
Y, claro, siempre hilando el típico argumento de baile inteligible, o interpretable desde distintos puntos de vista. Los siete bailarines, empero sus atavíos femeninos, danzaron con un vigor arrebatado muy masculino, ya fuese en los rotundos y desafiantes desplantes, en los giros peligrosos o en los zapateados supersónicos, éstos en una ocasión incluso verticales e incluso boca abajo.
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Fue un espectacular no parar de bailar y de cantar lo de Manuel Liñán en su extensa coreografía llamada '¡Viva!', a la que en la segunda parte le quedó un poco desubicado el fragmento de ballet clásico, pero también fue distinto, diferente, y con el humor gráfico del musical americano. Tras presenciar lo último de Liñán sólo queda decir viva y olé, y desear volverlo a ver en otra ciudad.
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