El sueño de la cuarentena
Este es uno de los relatos breves seleccionados para su publicación de entre los presentados al concurso 'En cuarentena', que organizan EL CORREO y la UPV. El plazo de presentación de obras ha concluido
Cristina Patavani
Viernes, 29 de mayo 2020, 01:22
«…a cuál faltaba un brazo, a cuál un ojo, y diome risa de ver la diversidad de figuras» (Francisco de Quevedo. El sueño de las calaveras).
Tal vez fuera el error echarme en el estómago para la cena un buen plato de lomo con pimientos, porque estoy harta ya de tanto estoicismo y tanta contención. O fue tal vez el haber elegido una mala lectura para este tiempo que se nos ha colado con nombre de novela distópica, La cuarentena. Porque sí, anoche me metí en la cama con Quevedo -un tío raro, pero que al menos no era contagioso- y en algún vericueto de sus Sueños me pilló la hora, como él hubiera dicho. O sea, en este caso, la hora de dormir.
Me gustaría relataros con cierta coherencia lo que debió de ser mi ultimo sueño de una noche agitada (por los pimientos o por Don Francisco, que al final da lo mismo), pero tendréis que perdonarme: ya solo lo conservo como en girones muy deshilachados.
Recuerdo estar en un lugar de luz escasa, rodeada de figuras extrañas que se movían casi como si fueran zombis, y yo sabía que eran difuntos que buscaban sus cuerpos. De lo demás me queda solo en la memoria el espanto terrible que me acongojaba y un par de escenas que, curiosamente, se grabaron con mucha nitidez.
Puedo contaros que me vi junto a un chico, todavía muy joven, que se afanaba en ajustarse bien unos pulmones que le habían dado. Protestaba el pobre, con un aliento jadeante, que sus pulmones estaban como nuevos, y no aquella piltrafa endurecida, llena de materias viscosas. Y es que había olvidado que lo mató el coronavirus.
Andaba allí también una mujer anciana de un lado para otro, rebuscando en las montañas de piernas, de cabezas, de riñones…
Un hombre que estaba ya completo, aunque se había puesto un brazo equivocado, con pulseras de bailarina india, se interesó por ella.
−¿Qué es lo que buscas?
−Mi mascarilla.
−¿Y para qué la quieres?
−Para mi nieto, si es que aparece por aquí.
−Mujer, que estamos ya en el otro mundo…
−Mira, nunca se sabe…
No estoy segura de si en ese momento sonaron ya en mi sueño las trompetas del juicio final o fue, más bien, que el vecino de arriba tiró de la cisterna, como hace casi siempre, justo a las seis de la mañana. El caso es que la pesadilla se esfumó de pronto y yo quedé semidespierta. Por algunos instantes, me sentí confundida, como si me encontrara entre dos mundos. Y no supe cuál era, en realidad, el más disparatado.