Luna de miel
Este es uno de los relatos breves seleccionados para su publicación de entre los presentados al concurso 'En cuarentena', que organizan EL CORREO y la UPV. El plazo de presentación de obras ha concluido
EURIDICE
Lunes, 25 de mayo 2020, 00:48
Nuestra luna de miel coincidió con la cuarentena y no pudimos hacer el viaje deseado. Pero, bueno, nos conformamos y pensamos: vamos a tener tiempo para disfrutar de nuestro amor en nuestra casita. En las primeras noches del confinamiento, dormíamos en una cama de matrimonio y, como derrochábamos mucha pasión encendida, quedaba libre la mayor parte de ella. A la semana, a la vista de los informativos, cambiamos a una habitación de dos camas y a distancia pronunciábamos nuestros «te quiero». A los once días, y eran once exactos, de acuerdo a las estadísticas de muertos e ingresados en UCI, decidimos dormir en habitaciones distintas. A las dos semanas, aquella carga de transmisión vírica entre humanos adquiría matices muy serios, y, como vivimos en una casa unifamiliar, decidimos hacer vida por separado y dormir en distinta planta. El COVID-19, el maldito virus se interponía entre nuestro amor y nos distanciaba cada vez más. El bicharraco estaba venciendo todas las batallas a Cupido, cuyas flechas, en lugar de hacer diana en nuestros corazones, volaban vete a saber adónde.
Pero yo, me llamo Elena, decidí cambiar el rumbo de nuestros días o al menos de nuestras noches, pues, me daba cuenta que mi marido, debido, quizás al miedo, se iba distanciando cada día más de mí. Llegué a pensar si le habrían defraudado nuestros primeros días en común, o, peor si cuando salía a aplaudir a los sanitarios y cuerpos de seguridad se hubiera enamorado de la vecina de enfrente, que por cierto no está nada, pero que nada mal, puesto que antes de cerrar la puerta balcón pronunciaban un adiós meloso y un tanto insinuante. Es más, unos minutos antes de las ocho, observaba que mi marido entraba al baño para peinarse. Estaba celosa. Los celos hacían que mi apetito por él creciera y que lo que más deseara, mucho más que un café bien caliente nada más levantarme, fuesen sus brazos que me envolvieran, sus besos y sus palabras de amor susurrantes. Así es que busqué en los cajones de los armarios hasta encontrar la ropa interior más sexi. Me puse unas braguitas transparentes y de puntillas, con un sujetador a juego. Mientras descendía cuatro o cinco escalones de la escalera helicoidal con pasos sensuales, le dije: «Pablo, mírame». Pero enseguida se dio media vuelta, diciendo: «¡Qué ocurrencia, Elena! ¡Qué atrevida eres en la cuarentena!»
Lloré, lloré mucho. Debido al insomnio, no pegué ojo. Bajé al garaje. Esa noche la pasé enteramente cosiendo una escafandra. A la misma hora del día anterior, ataviada con el traje espacial y el casco integral de motorista, volví a llamarlo. Me miró. Subió deprisa por las escaleras de caracol a mi encuentro, y me dijo: «Así, sí, loquita mía». Me abrazó y me besó apasionadamente tras el cristal del casco. El día dieciséis del confinamiento creí morir de amor.