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Certamen Relato Breve 'En Cuarentena'

Luciérnagas

Seguimos con la publicación de una selección de relatos breves presentados al concurso 'En cuarentena', que organizan EL CORREO y la UPV

Deloth

Viernes, 1 de mayo 2020, 00:39

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Garbiñe despidió a su hijo al anochecer. «Ten cuidado» le recordó, y le arregló el flequillo con los dedos como si ese gesto pudiera protegerlo. Los ojos de él sonrieron de una forma enigmática que hubiera pasado desapercibida para cualquiera, pero no para su madre. El sonido de la puerta al cerrarse tensó el rostro de Garbiñe, que calculó el tiempo que faltaba para que Ibai regresara de su trabajo a la seguridad del hogar materno.

Amaia dormía. Con tan sólo dos años, su hija pequeña era la mejor adaptada. Garbiñe la alumbró una semana después de que entrara en vigor el nuevo orden. Lo llamaron la Reversión: vivir de noche, dormir de día. No venció a la epidemia, pero sí la frenó, y se basaba en que toda luz visible, procedente del Sol o de una bombilla, permitía al virus multiplicarse, mientras que la ausencia de luz lo paralizaba.

Las localidades más septentrionales y sombrías de Alaska, cerca del Círculo Ártico, y la aparente inmunidad de sus habitantes fueron las claves del descubrimiento. Dos geólogos suizos quedaron petrificados cuando presenciaron una carrera de trineos con perros donde la línea de meta era, en realidad, un montón de mascarillas entrelazadas, mientras los niños y adultos presentes jaleaban libres de ellas. Desde entonces el mundo aprendió a convivir bajo el desamparado abrigo de la noche.

En Estados Unidos el presidente preguntó a sus asesores durante una rueda de prensa si había forma de tapar el Sol. «Estamos en ello» le respondieron con un sonoro carraspeo. Se prohibió toda iluminación, y los gobiernos dotaron a la ciudadanía de linternas que emitían sin riesgo un rayo de luz tenue, casi ultravioleta. El mundo que percibía la gente fue perdiendo sus tonalidades como un árbol deshojándose, y se abandonó a un crepúsculo con grietas de color violáceo. Tanto que la madre de Amaia desconocía el color de los ojos de su hija.

Garbiñe cruzó la casa a oscuras y salió al pequeño balcón. Apoyada sobre la barandilla, con la mirada perdida en aquel océano de oscuridad, le gustaba recordar a los niños correteando entre las terrazas, el aroma a vino de las conversaciones y las carcajadas, y cómo el atardecer con su larga lengua anaranjada apagaba poco a poco el bullicio hasta meterlo de vuelta en los hogares. Como cada noche, la pálida luz violeta de su hijo salió del portal y se dirigió hacia la parada del autobús, y Garbiñe la siguió con atención. De pronto una segunda luz se encendió y fue al encuentro de la primera. Durante unos segundos ambas quedaron engullidas por la oscuridad, y después reaparecieron para continuar muy juntas hasta la parada, donde esperaron.

La mirada enigmática de su hijo rozó la mente de Garbiñe como una ráfaga. A su espalda escuchó a Amaia salir al balcón y agarrarse a su pierna. Ella se agachó para cogerla en brazos, y le señaló, sonriente, las dos luces violetas que iluminaban la noche.

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