Vienen muy a cuento de la convulsión geopolítica o del vértigo actual en torno a un mundo polarizado, en descomposición y que parece haber finiquitado ... la modernidad, que el Nobel de Literatura se otorgue este año a un maestro que ha hecho de su amplia obra novelística, ensayística y de relatos un canto melancólico a la implosión de los sistemas filosóficos, morales y de valores que han sustentado buena parte de nuestra contemporaneidad. Porque es cierto que la obra de László Krasznahorkai asienta su inicial respiración inspirativa en las sombras decadentes de la Hungría del 'kadarismo' terminal, para vincular la evolución de su ficción a un modelo de la condición contemporánea que se ve ahora afectado por el más que probable final de las grandes narrativas políticas y sociales. El resultado de ello es una obra ciertamente opresiva, oscura y existencial, en la que incluso el humor negro y a veces lo tragicómico y lo surrealista sirven para acrecentar el reflejo de la desolación y la decadencia social y moral. Obviamente nada de esto, ni tampoco su premonición por el fin de los tiempos, merma la maestría narrativa, vibrante e innovadora, plenamente modernista y nada dependiente de las convenciones narrativas al uso, de un autor que con una prosa sofisticada, construida con frases interminables, entrelazando realidad y ficción e incorporando referencias bien fundadas en la historia de la literatura universal, es capaz de hacer de las pesadillas o del miedo un nutriente excepcional para la gran novela. Krasznahorkai es un autor bien traducido, conocido, suficientemente comercial para la industria editorial y que encima figuraba entre los tres principales favoritos de las quinielas previas del Nobel, con lo cual su premio no constituye ninguna sorpresa. Otra cosa es, como siempre, la nómina creciente de excelentes escritores ignorados reiteradamente por los académicos suecos.
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