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Lección inaugural de la XXXVI edición del Máster de Periodismo Multimedia EL CORREO/UPV

Sábado, 4 de noviembre 2023, 00:02

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Buenos días.

He estado muchos años en este acto, sentado bien entre el público bien en la mesa presidencial, y confieso que nunca pensé que un día ocuparía este lugar. Lo primero que quiero hacer es agradecer de todo corazón la invitación a pronunciar esta lección inaugural. Cuarenta y tres años después de mi primera clase en la Facultad y 35 después de la primera del Máster, creo que estoy ante la más complicada de mi carrera. Os ruego que seais indulgentes con este periodista que en un lejano 1974 decidió matricularse en Ciencias de la Información con la loca idea de hacer de la profesión un lugar de tránsito hasta conseguir vivir de la literatura de ficción. El resultado ya lo conocen muchos de los aquí presentes: no he escrito jamás una novela, ni siquiera he tenido un guión ni un proyecto, y llevo en el periodismo 45 años.

Antes de comenzar quiero añadir otra cosa: siento que estoy aquí en representación de todo el equipo que ha tenido y tiene el Máster. Así que hablo por todos ellos y de temas de los que hemos debatido mucho. Mi intención es referirme al periodismo de hoy y exponer algunos valores tradicionales que deberíamos reforzar porque tienen que ver con la esencia del oficio. Y no deseo detenerme demasiado en el pasado pero sí es conveniente saber de dónde venimos.

Empiezo ya. Y voy a hacerlo pidiendo que imaginéis una escena. Es el viernes 14 de abril de 1865. El presidente Lincoln, que hace solo 40 días asumió su segundo mandato, se dispone a disfrutar en el teatro Ford de Washington, acompañado por su esposa, de la representación de una comedia musical. Su título, 'Nuestro primo americano', obra de un entonces famoso y hoy olvidado autor británico llamado Tom Taylor. Justo antes de que se inicie la función, un actor de 37 años llamado John Wilkes Booth, hijo de una familia también muy vinculada al teatro, entra en el palco del presidente y le dispara un solo tiro en la cabeza con una pistola Derringer, antes de huir.

Una periodista de la agencia Associated Press, que está en el patio de butacas, sale a la calle a la carrera, busca una oficina telegráfica y transmite a su Redacción un texto que ha quedado para la Historia. «El Presidente ha sido alcanzado por disparos esta noche en un teatro y tal vez mortalmente herido». Menos de veinte palabras para contar la noticia más importante en años. Lo que hoy llamaríamos un lead de sumario perfecto, que contiene todos los datos conocidos en ese momento y golpea al lector. Ha nacido una nueva forma de narrar.

Kafka escribió que un libro «debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros». Un buen lead, un buen arranque de un texto periodístico, ha de ser algo igual. Algo que nos obligue a seguir leyendo, que nos impacte o nos conmueva. Y el punto de arranque de esa manera de trabajar está en esa tarde noche en Washington, con la guerra de Secesión virtualmente terminada. Cierto que, en los años anteriores, los periodistas enviados al frente se habían acostumbrado a seleccionar los datos más importantes de lo sucedido en el día para colocarlos al principio de sus transmisiones. Querían evitar así que los cortes en la precaria red de telégrafo de entonces hicieran inútil su trabajo. Pero luego, en los periódicos, los textos seguían redactándose a la manera tradicional, con mucha retórica y un más que evidente desprecio por la concisión. Algo que muy pronto cambió.

Para entonces, en el periodismo estadounidense, al que tanto debemos, ya había aparecido un modelo nuevo. Frente a los diarios preocupados por la alta política, los grandes asuntos de la economía como los aranceles y la industrialización, Benjamin H. Day fundó en 1833 el 'New York Sun'. Era un diario popular que costaba un centavo frente a los cinco o seis de sus competidores, y cuyas páginas estaban llenas de informaciones acerca de hechos ocurridos en la ciudad. Nunca tuvo el 'Sun' un gran respeto por el rigor, pero dio con la fórmula del éxito. Dos años después de su salida vendía 50.000 ejemplares y siguió subiendo. A finales del siglo XIX, los diarios neoyorquinos casi en su totalidad desarrollaban una fórmula que era una mezcla de elementos tomados de los viejos periódicos dirigidos a las élites y los populares que habían proliferado años atrás imitando el modelo del 'Sun'.

Una fórmula que sumaba la alta política, la actividad parlamentaria en Washington, las crónicas de los corresponsales en las guerras a lo largo del mundo y las historias cotidianas. La del tendero, el ladrón detenido con las manos en la masa, la joven huérfana que salva heroicamente la vida de un niño al que cuida, el chisme sobre un lío de faldas de un célebre actor de teatro o la última fiesta de los ricos de la ciudad en sus casas nuevas cerca de Central Park. Es decir, el periodismo combina lo importante con lo interesante, y lo hace con relatos estilizados, directos, con un pulso narrativo influido por la literatura y que al mismo tiempo influye en esta. Toda la gran generación de novelistas estadounidenses que dominaría el panorama en las primeras décadas del siglo XX se formó, entre otras influencias, con estos relatos. Muchos, incluso, trabajaron como periodistas. Ese modelo tardó algún tiempo en cruzar el Atlántico pero también llegó a Europa y tuvo la misma acogida favorable entre los lectores.

El periodismo parecía haber dado con una fórmula de validez universal: estilo conciso y directo, buenas historias, rigor y autoconciencia de su propia relevancia, que empujaba a tener una cierta mesura y a ejercer el oficio con responsabilidad. Cuando el 12 de abril de 1945, casi exactamente 80 años después del asesinato de Lincoln, falleció otro ocupante de la Casa Blanca, un periodista de Associated Press, de nuevo Associated Press, comenzó su información de la forma más sencilla y eficaz que podemos imaginar: «El presidente Roosevelt murió súbitamente esta tarde». En su célebre manual 'Géneros periodísticos informativos', Carl Warren aseguraba que «dentro de cien años los reporteros seguirán escribiendo la historia del mismo modo, siguiendo pautas cuya eficacia ha sido probada por el tiempo».

Pues bien, Warren, de cuyo libro tanto aprendí en mis años estudiantiles y que luego usé también en mi primera época como profesor, se equivocó. Hoy, más de un medio contaría el asesinato de Lincoln titulando así: «El presidente fue a una función de teatro y no imaginas lo que sucedió». Luego, en el primer párrafo hablaría de la afición del presidente al teatro; en el segundo, de la obra representada y el elenco de actores; en el tercero describiría un patio de butacas lleno y, con suerte, en el cuatro o el quinto, desvelaría que habían disparado en la cabeza a Lincoln. Por supuesto, estoy caricaturizando, pero por las sonrisas que veo estoy seguro de no haberme alejado apenas de la realidad.

Llegados a este punto, voy a hacer una confesión. En algunos textos, sobre todo de medios exclusivamente digitales y volcados en el clickbait, yo me deslizo hasta el cuatro o quinto párrafo sin leer nada de lo anterior, en el convencimiento de que la noticia, si realmente la hay, estará más o menos a esa altura. Hasta entonces sé lo que está escrito: un cúmulo de tópicos, banalidades, frases alargadas más allá de lo razonable si no te llamas Alejo Carpentier y datos sin la menor relevancia. Es decir, antiperiodismo.

Creo llegado ya el momento de trasladarse al presente. Haré una transición rápida y para ello parafrasearé el último párrafo de 'El amante' de Marguerite Duras. Pasaron los años. Pasaron los momentos de triunfo. El periodismo que en su papel de controlador del poder era capaz de hacer caer a un presidente tramposo. El periodismo que sentaba a los lectores en la primera fila del frente y le contaba las guerras con detalles y escepticismo. La información que mostraba cómo se desplomaba un imperio, el soviético, y el telón de acero se disolvía como afectado por un potente ácido. También pasaron otras etapas de signo bien distinto. Asistimos al renacimiento de un periodismo militante de algunas causas más que discutibles. Llegó una crisis que golpeó con una dureza desconocida hasta entonces a las empresas editoras. Y entre nosotros, pasaron los años de plomo en que tantos trabajadores de medios de comunicación fueron amenazados y algunos incluso asesinados.

Pasó todo eso y la Historia nos ha dejado en un lugar fascinante pero incómodo. Y en ese contexto debemos redefinir lo que hacemos y para ello contamos con más y mejores herramientas de las que hemos tenido nunca. Decía fascinante porque, espero que se me perdone el tono ligeramente pedante de la expresión, el paradigma del periodismo está cambiando y nada volverá a ser como era. Incómodo porque hay muchos agentes externos y unos cuantos internos que parecen trabajar solo para desprestigiarnos. Es cierto que hemos cometido errores, y quién no. Pero hay demasiada gente ahí fuera que celebraría que desapareciéramos porque así el control del poder sería más endeble. O simplemente no sería.

La mal llamada democratización de la opinión a la que se ha llegado gracias a las redes sociales se ha dado de forma paralela a una vuelta a tiempos pasados por parte de algunos medios y no pocos periodistas. Las figuras del medio y el periodista identificados no con una ideología sino con un partido, que parecían una reliquia del pasado, de las primeras décadas del siglo XX, han vuelto. Hay prensa (y el concepto incluye por supuesto emisoras de radio y TV y digitales) que jamás criticará a unas siglas. Incluso la hay puesta al servicio de una sola persona.

Eso ha enrarecido de tal manera el ecosistema informativo que los periodistas y los medios que quieren hacer su trabajo, contar historias de la mejor forma posible en todos los sentidos y controlar al poder, se mueven en un territorio de una gran hostilidad. Es casi como cuando el explorador Ernest Shackleton buscó tripulantes para una expedición a la Antártida con un célebre anuncio. Os adelanto que cada vez parece más probable que este texto sea una invención posterior, pero no vamos a derribar aquí y ahora el mito de que es la mejor publicidad de la historia.

El citado anuncio decía: «Se buscan hombres para un viaje peligroso. Paga reducida. Frío intenso. Largos meses en la más completa oscuridad. Es dudoso que puedan regresar a salvo. En caso de éxito, recibirán honores y reconocimiento». Pues así mismo los medios podrían buscar hoy a sus periodistas, mostrándoles los riesgos. Y no olvidemos que, aún teniendo éxito, puede que quienes pelean hoy por hacer una información de calidad en medio de tantas circunstancias adversas ni siquiera reciban honores y reconocimiento.

Sin embargo, esos periodistas siguen siendo precisos. No sé si las sociedades de hoy están convencidas de ello, porque han recibido muchos mensajes en los últimos tiempos que apuntan hacia lo contrario. Los periodistas somos un peligro, se dice y lo he leído unas cuantas veces, no solo en las redes sociales. Si no fuera por nosotros, continúan otros, en las elecciones triunfarían opciones políticas que buscan la justicia y el progreso y no intereses espurios. Porque, insisten algunos, todos escribimos al dictado de inconfesables intereses. Si no fuera por nosotros, dicen unos más allá, triunfaría la verdad.

En ese contexto, somos necesarios pero debemos estar preparados para recibir críticas y descalificaciones, acusaciones gratuitas y desdén, desprecio y oprobio. No es algo nuevo. En el mundo de la ficción, todos recordamos la paliza que recibe el periodista de 'El hombre que mató a Liberty Valance' por decir la verdad. Más o menos por los años en los que transcurre la acción de ese clásico de John Ford, en España operaba la Partida de la Porra, especializada en entrar en algunas redacciones, destrozar el mobiliario y golpear a los periodistas. Surgió en Madrid y tuvo tanto éxito que luego se formaron otras en distintas ciudades. No solo amedrentaron a los informadores, también se cebaron con algunos dirigentes políticos e incluso impidieron el estreno de una zarzuela. Hoy, como es sabido, existe una partida de la porra digital.

En tiempos más recientes, los periodistas que contaron la verdad sobre lo que sucedía en América Latina en los años sesenta y setenta del pasado siglo fueron acusados por Washington de ser agentes comunistas. De quienes viajaron al otro lado del telón de acero y al regresar publicaron cómo se vivía y cómo se recortaba la libertad en aquellos países se dijo que eran colaboradores de la CIA. Lo hicieron con entusiasmo dirigentes y militantes de base de los distintos partidos comunistas del continente. Los informadores, extranjeros o españoles residentes fuera por cuanto aquí no se pudo hacer hasta los setenta, que explicaban la realidad de la vida en España eran calificados de antiespañoles. Y quienes se dejaron la tranquilidad y en algún caso la vida por denunciar la violencia terrorista y sus derivadas en el País Vasco cargaron sobre sus espaldas con el calificativo de enemigos de Euskadi y del pueblo trabajador.

Decía Miguel de Unamuno que a un pueblo solo se le convence respecto de aquello de lo que quiere convencerse. Albergo algunos temores sobre si nuestra sociedad, prefiero este término, quiere ser convencida en cuanto a la importancia del periodismo, tantas son las voces que se escuchan en sentido contrario. Pero, como los músicos del 'Titanic', nosotros debemos seguir haciendo nuestro trabajo lo mejor posible hasta el último día. De ello se derivará sin duda un aprecio mayor por la profesión y los medios. Si queda un resquicio de cordura en nuestra sociedad, en algún momento empezaremos a recuperar el prestigio del que gozábamos.

Por supuesto, hay aún mucha gente para la que somos relevantes, que confía en nosotros. No me refiero a ellos, claro, sino a quienes nos desprecian, nos consideran siempre sospechosos de algo, nos descalifican diciendo que escribimos al dictado o nos ignoran sin más. Si nos atenemos a las encuestas, aunque sean las del CIS, se trata de un grupo no pequeño. Eso es a lo que debemos darle la vuelta.

¿Qué hacer? Supongo que debemos trabajar en ámbitos diferentes y estoy convencido también de que nadie ha encontrado la fórmula infalible, aunque también es verdad que algunos medios han resistido mucho mejor que otros las crisis, la económica y la de prestigio. En lo estrictamente periodístico, creo que la insistencia en algunos valores clásicos es esencial. Voy a hablar de cinco de esos valores en la segunda mitad de esta lección.

El primero es el reforzamiento de nuestra credibilidad mediante la escrupulosa verificación de los datos antes de publicarlos, aún a riesgo de perder la batalla de la inmediatez frente a otros menos cuidadosos. Internet nos ha sometido a la tiranía de la velocidad. Y ahí nos hemos dejado una parte de nuestro prestigio y nuestra relevancia. Cada vez que publicamos algo cogido con pinzas y luego se descubre que tenía errores hay una legión en las redes sociales que nos critica con saña y con frecuencia nos acusa de obrar de mala fe. Recordemos tan solo lo que sucedió hace unas semanas con las noticias sobre los bebés decapitados y la bomba que cayó sobre un hospital de Gaza. Ya sabemos que la primera víctima de una guerra es la verdad pero no deberíamos ser tan vulnerables porque ya hace mucho que somos conscientes de que las partes en conflicto tratarán de engañarnos.

La duda debe ser una herramienta esencial para nosotros. Debemos someterlo todo a una mirada escéptica y pedir ayuda a quien pueda darnos pistas sobre lo que realmente ha sucedido. El problema es que vivimos rodeados de medios que en unos segundos, minutos como mucho, ya han titulado, escrito algunos párrafos, incluido alguna foto y disparado su audiencia gracias a las redes sociales. La prudencia y el contraste de los datos no cotizan bien en un mundo en el que todos queremos tener la información al momento. ¿Cómo escapar de esa corriente tan poderosa que nos empuja a dar algo en cuanto lo sabemos, aunque seamos conscientes de que está todo en el aire y hasta nos encajen mal algunas piezas del puzle?

No sé si es posible a estas alturas salirnos de ahí, pero al menos dejemos claras las dudas, la falta de confirmación. No demos por hechas cosas sin verificar, sobre todo cuando su difusión puede dar lugar a una respuesta violenta en la calle. Porque una vez causado el daño, luego la rectificación es aún más dolorosa. Con frecuencia suena incluso hipócrita. Por eso muchos nos acusan de dar muy grandes algunas noticias y después, cuando se revelan inciertas, publicar muy pequeñas las rectificaciones. Es verdad, no nos gusta rectificar. No nos parece que sea cosa de sabios, sino que nos recuerda que nos hemos equivocado porque no hicimos bien nuestro trabajo. Y para todos es un trago amargo.

Incluso más allá de la presión de la inmediatez, el camino está lleno de peligros. En una entrevista de hace ya unos cuantos años, Román Gubern me dio un título maravilloso: «En Internet puedes encontrar las joyas de la marquesa y los desechos de todo el vecindario». El problema es diferenciar con rapidez y solvencia una cosa y la otra. La experiencia nos ha hecho aprender, pero no perdamos de vista que por ahí existe gente que se toma mucho trabajo en engañarnos. Lo sucedido al conocido y prestigioso periodista Dan Rather debería servir para escarmentar en cabeza ajena.

A mediados de septiembre pasado, por ejemplo, me llevé un sobresalto cuando vi que en la red social X muchos se lamentaban por la muerte del escritor Antonio Muñoz Molina. Alguien había creado una cuenta tiempo atrás como si fuera de la editorial Seix Barral. Estaba muy bien hecha, cierto, y seguramente por eso había conseguido bastantes seguidores. Pues bien, en esa cuenta se comunicaba la muerte del novelista andaluz, víctima de un infarto. Muchos tragaron el engaño y lo multiplicaron. Semanas antes había sucedido lo mismo con Rosa Montero y a comienzos de verano con José Luis Perales. Ya antes nos llegaban noticias falsas a través de intermediarios que habían sido engañados, también ellos. Si estaba próxima la hora de cierre, la tensión era enorme. Si la confianza en esa fuente que la hacía llegar hasta nosotros era grande, la tentación de tirarse a la piscina no resultaba pequeña. Pero entonces había algo más de tiempo. Teníamos esa ventaja. Os aseguro que he vivido algunas situaciones así.

Estoy hablando de fuentes y en ellas se centra el segundo aspecto que creo que debemos reforzar. Hay que proteger a esas fuentes, pero no entregarnos a ellas. No pueden secuestrarnos, condicionarnos, planificar el tempo de la publicación de las noticias. Las fuentes son muy relevantes pero si la elección es entre la verdad y la fuente la decisión debe estar muy clara.

El cuidado de las fuentes implica elegirlas bien, no elevar a la categoría de especialista a quien no lo es, preguntarles por lo que saben y no por lo que no saben, y elegir muy bien las preguntas. En realidad, estoy hablando de fuentes pero debería hablar de preguntas. El mejor periodismo lo haremos si contamos con buenos interlocutores a quienes hacer las mejores preguntas. Interrogando por tópicos, banalidades o cuestiones menores nunca encontraremos nada de valor. Puede que nos den un título válido para el clickbait pero quienes lean o escuchen esas entrevistas o reportajes se quedarán con la sensación de que no ha merecido la pena el tiempo empleado. Y las buenas preguntas no se improvisan: son fruto de un trabajo de formación de base y de un conocimiento exhaustivo del tema tratado y el personaje que tenemos enfrente. Si 'Voces de Chernóbil', de la Nobel ucraniana Svetlana Alexievich, es un texto de referencia para el periodismo de hoy es porque su autora sabe escuchar y, sobre todo, sabe preguntar a los testigos y protagonistas de ese drama.

Un periodista debe ser como una esponja que todo lo absorbe. Pero con criterio. Y el criterio lo dan las lecturas, leer a los mejores, aprender con ellos. No pensar nunca que lo sabemos todo de un tema. Estar con los oídos muy atentos a cuanto nos dicen.

Nunca está demás tampoco tratar bien a esas fuentes, sobre todo cuando son muy importantes y no tienen la menor obligación de hablar con nosotros. Decía Margarita Riviere que si llegamos a un pacto debemos cumplirlo. Si no tenemos intención de hacerlo, es mejor que lo digamos abiertamente, que no aceptemos un compromiso al que no vamos a ser leales. Lo contrario nos llevará con seguridad a que la fuente desconfíe y seguramente sea reacia a volver a hablar con nosotros en el futuro.

Tercero. Deberíamos volver a aplicar los principios básicos del periodismo en el relato. En un tiempo en el que mucha gente ve películas y series, o escucha podcast e incluso mensajes de whatsapp aumentado la velocidad de reproducción para no emplear tanto tiempo no podemos alargar nuestro texto con banalidades, rodeos, datos que no aportan nada a la narración, frases hechas, metáforas cogidas por los pelos, refranes o descripciones minuciosas de aspectos del relato que estrictamente no tienen la menor importancia. Debemos huir además de los adjetivos calificativos que suponen juicios de valor porque somos narradores. En el 'Génesis', la primera crónica de la Historia y para muchos especialistas una de las mejores, se cuentan cosas extraordinarias y el autor del texto hace que hable la fuerza de los hechos. En los dos primeros capítulos, si hacemos la excepción de esa secuencia en la que Dios va creando el Universo, la Tierra y cuanto hay en ella y en cada ocasión ve, y el cronista reproduce, que lo hecho está bien, solo hay uno de esos adjetivos. Tal economía de medios contrasta con textos de ahora mismo en los que se encuentran más adjetivos que sustantivos o verbos.

El lenguaje periodístico, el que tanto ha influido en la literatura, es directo, conciso, casi cortante. Es preciso como un reloj y evita cualquier concesión a la cursilería, la pedantería, el onanismo estilístico y los fuegos de artificio. Lo que escribimos debe gozar de la suprema elegancia de la sencillez, que no es nunca vulgaridad. Renunciemos a usar palabras rimbombantes y sonoridades que tienen su asiento mejor en la poesía y que a veces utilizamos sin saber muy bien por qué, solo porque quedan bien. Que no nos suceda como en la anécdota, sospecho que falsa pero relativamente célebre, protagonizada por Rubén Darío y Miguel de Unamuno. Iban ambos caminando por un jardín cuando el poeta nicaragüense preguntó qué flores eran unas que se veían sobre el agua en un estanque. El autor de 'Niebla', con no poca retranca, le contestó: «Son nenúfares, esas flores que aparecen en todos sus poemas». En no pocos textos periodísticos de hoy sobran nenúfares. Si Hemingway levantara la cabeza y leyera algunos de ellos, se pegaría otro tiro con su escopeta de caza.

Detrás de algunos comportamientos que creo perniciosos hay unos cuantos factores pero uno de ellos debe ser destacado. Se ha vendido hasta la saciedad la idea de que un periodista debe crearse su propia marca. No digo que sea una mala idea. Lo que me parece es que algunos van demasiado lejos en su desarrollo: son esos periodistas que quieren ser estrellas a toda costa. Periodistas que ponen las historias a su servicio en vez de ponerse ellos al servicio de la historia. Y lo ponen todo, incluido el lenguaje y la longitud de los temas, que no es la precisa sino la que mejor les promocione.

Suelen ser también periodistas que parecen ignorar que este es un trabajo en equipo. Lo ha sido siempre. En los viejos manuales de Redacción se hablaba del lenguaje periodístico como un lenguaje colectivo, porque entre la versión original del reportero y la que aparecía publicada pasaban unas cuantas manos corrigiendo, precisando, cambiando un verbo por otro más adecuado, cortando una subordinada que nada aportaba, modificando el orden de aparición de algunos datos, incluso tirando una primera versión porque no tenía suficiente calidad. Gay Talese ha contado que cuando estaba en el instituto se ofreció a colaborar en el periódico del centro haciendo crónicas deportivas. Y añade que nunca estará lo suficientemente agradecido a un veterano periodista que ejercía de redactor jefe y que más de una vez le tiró un texto a la papelera y le pidió que lo escribiera de nuevo, dándole algunas instrucciones para ser más directo.

Algo parecido a lo que contaba García Márquez en sus memorias. Cuando llegó a 'El Espectador' siendo el peor estudiante de Derecho que había pasado por la Facultad, el redactor jefe le cogió por banda un día y le criticó la tendencia a buscar palabras bonitas, de las que suenan bien, y colarlas en el texto. «Gabito, le dijo, tuerza el pescuezo al cisne». Un periodista, incluso el mejor, debe siempre mucho a sus compañeros: le han dado un contacto, le han proporcionado documentación, le han sugerido puntos de vista, han editado su texto o sus imágenes de forma atractiva, le han corregido unas erratas… Sin un equipo somos muy poca cosa. Es importante no olvidarlo. Y es importante sentirse parte de un equipo y saber que los éxitos lo son en alguna medida de todos, igual que los fracasos. Aunque en el fondo, seamos conscientes de que en el complejo mundo en el que vivimos, informativamente, éxito y fracaso deben ser tratados como dos impostores. La frase no es mía, por supuesto.

En esta especie de imitación de los consejos que don Quijote dio a Sancho para un mejor gobierno de la ínsula Barataria, el cuarto puesto de la relación lo ocupa lo que creo que debe ser un cambio de actitud ante el maldito clickbait. Hace unos años, los periodistas de los medios escritos, no digo ya impresos sino escritos, veíamos con cierto alivio cómo a nosotros no nos alcanzaba el estrés de cada mañana cuando a primera hora se conocían los datos de las audiencias del día anterior. También estudiaban nuestras audiencias, por supuesto, pero los resultados salían de forma anual o como mucho trimestral, según los estudios. Desde que nos siguen más lectores en las webs que en el papel estamos igualmente sometidos a ese estrés. Incluso con más presión que la TV.

Eso lleva a muchos medios a titular no en función de lo que se cuenta en el texto sino buscando la forma en que más lectores pinchen en la noticia. Es aceptable en tanto eso no desvirtúe el contenido de la misma, en tanto no se primen los aspectos más extraños o escandalosos de los temas cuando estos son irrelevantes en el conjunto de la historia. En cualquier caso, nos estamos viendo arrastrados también por esa corriente, una más. Y los lectores más preparados, que son por los que deberíamos pelear con más intensidad, nos suelen dejar desnudos cuando escribimos exagerando para que parezca que lo que contamos es más importante de lo que en realidad es.

Nuestra credibilidad, esa de la que estoy hablando en el fondo todo el tiempo, sufre cuando un deportista joven que ha hecho dos o tres buenas actuaciones seguidas es encumbrado de inmediato a la categoría de futuro mito de su especialidad. Sufre cuando hablamos del gran talento y la capacidad para afrontar cualquier reto de un artista que no pasa de ser una medianía. Sufre cuando una escaramuza entre dos partidos políticos es elevada a la categoría de crisis que amenaza la estabilidad del Gobierno o incluso del país. Sufre, en definitiva, cuando el orgullo con nuestra ciudad, la que sea, nos lleva a compararla sin rubor con las mayores o más importantes urbes del mundo e incluso contar que en algunos apartados las supera.

Llegamos al final, al quinto valor que jamás hemos de olvidar. Deberíamos valorar mucho más nuestra independencia. La vinculación de algunos medios y tantos columnistas a opciones políticas concretas, incluso cuando es evidente que estas han tomado decisiones erróneas, no nos favorece en absoluto. Todos nosotros, y todos los medios, tienen una ideología. Lo contrario sería inhumano. Pero debemos pelear con todas nuestras fuerzas por poder contar lo que pasa de la mejor manera posible. No somos independientes si controlamos a los partidos políticos, o a sus líderes, pero solo a algunos. No somos independientes si hacemos entrevistas afiladas a ciertos dirigentes y muy complacientes a otros. No lo somos si en un conflicto laboral o bélico atribuimos la responsabilidad total a una parte y disculpamos cualquier barbaridad que haga la otra con el argumento de que están resistiendo ante la opresión o tienen derecho a defenderse. No hay ningún conflicto en el que una parte tenga toda la razón. Ninguno. Pero aplicamos con frecuencia solo dos colores, el blanco y el negro, en un mundo en el que la gama de grises es infinita. Una cosa es categorizar la realidad para que se entienda y otra es simplificarla hasta la caricatura. Los periodistas debemos hacer lo primero pero con frecuencia terminamos cayendo en lo segundo.

Recibiréis muchas presiones para que abracéis una causa. Siempre os la presentarán como la mejor, la única justa, la que a todos conviene. Pero vuestra única causa debe ser la verdad. La verdad con seguridad incompleta. No importa. No importa si habéis hecho lo posible y casi lo imposible por saberlo todo sobre ese asunto, por adoptar puntos de vista variados, por hablar con fuentes con distinta percepción de lo sucedido. La verdad absoluta es privilegio de los dioses. Los periodistas somos humanos y muchas veces estamos confundidos ante lo que vemos. «La vida es un cuento contado por un idiota lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido», escribió Shakespeare. Nuestra tarea es darle algún sentido desde la más radical independencia. Para ello, os lo advierto ya, necesitaréis también una empresa que facilite el ejercicio de esa independencia. Si la encontráis, no dejéis de dar gracias al cielo cada día. Yo lo he hecho.

Pero, antes incluso de que os den los medios para ello, debéis tratar de sacudir de vuestra cabeza todo aquello que os impulse a escribir más hacia un lado o hacia el otro, que os tiente para ocultar un dato o destacar en demasía otro que favorece o perjudica a alguien. Pensad que, cuando ese conflicto acabe, cuando ese enigma sea resuelto, cuando el gobierno sea otro y la oposición tenga otro líder, cuando ese artista o ese entrenador sean pasado y otros ocupen su lugar, vosotros seguiréis contando lo que sucede.

Recordad la frase de Thomas Fowler, el corresponsal de guerra británico que envía sus crónicas desde Indochina a comienzos de los cincuenta, en la novela 'El americano impasible' de Graham Greene. Un agregado económico de la embajada de EE UU de quien luego sabremos que es agente de la CIA recrimina a Fowler que sus crónicas no favorezcan los intereses de las potencias occidentales. El veterano periodista, un tipo modélico en su escepticismo, le dice que no lo hace porque, gane quien gane la guerra, él seguirá enviando crónicas al día siguiente. Y se lo explica con una frase metafórica en la que Dios encarna la ideología e incluso los intereses. «Dios, le dice, solo existe para quienes escriben editoriales. Y yo soy un reportero». Los reporteros cuentan lo que ven de la mejor manera posible, con rigor e independencia. Si algún día, alumnos del Máster, sois editorialistas, entonces sí tendréis que mirar hacia Dios. Pero no antes.

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