Vivir con un narcopiso en Bilbao: «A veces deseamos que pase algo gordo para que tomen medidas»
Vecinos de un bloque de San Francisco relatan su día a día con un narcopiso en la comunidad: «El miedo constante nos está quitando años de vida»
El número 29 de la calle San Francisco, frente a la plaza Corazón de María, es una bonita casa pintada de amarillo, que data de ... finales del siglo XIX pero está cuidada con esmero. Al menos, hasta los últimos años, cuando la irrupción de un problema más acuciante ha llevado a los vecinos a desentenderse un poco de todo lo demás: «Esto habría que arreglarlo, pero, como tenemos una urgencia a la que dedicar nuestras energías, no estamos haciendo las reparaciones que hacen falta», dicen como disculpándose Víctor Manuel Álvarez y Juan Manuel Feito, que acaban de traspasarse la presidencia de la comunidad y se atreven a dar la cara porque son propietarios pero no residen en el inmueble.
Una de las catorce viviendas del bloque trae de cabeza al resto de los vecinos. Allí funciona un narcopiso, uno de esos puntos donde acuden los adictos a aprovisionarse de drogas y, a menudo, también a consumirlas, y la afluencia constante de personas ha trastocado la vida en esta escalera. Un vecino, que prefiere no identificarse, lo resume a la perfección: «Esto es un desfile diario de gente muy peligrosa que no tiene nada que perder. Cada vez que entras en el portal, vas acojonado, porque no sabes si vas a encontrarte a tres fumándose un chino o a uno que te saque una navaja. Nos sentimos superdesamparados, porque lo sabe todo el puñetero barrio pero no se hace nada. Nos obliga a vivir con ansiedad y con miedo constante y ese estrés nos está quitando años de vida: ¡varios vecinos ya se han marchado!».
El problema empezó hace unos cuatro años, pero ha empeorado de manera progresiva, como si las cosas se desplomasen pendiente abajo. «El dueño empezó a alquilarlo por habitaciones, pero al principio no pasaba gran cosa, solo algún incidente de convivencia: entonces vivían personas que trabajaban, pero después se han ido yendo y han quedado los que andan en el trapicheo, con mucha rotación de gente. El propietario ha perdido el control de la situación, porque la gente va cambiando, y ahora le están destrozando el piso y no le pagan», sintetizan los presidentes de la comunidad. La inseguridad constante es el problema central («te puedes encontrar a cualquier personaje, lo mejor de cada casa, gente muy dañada y abatida»), pero a eso se suman diversas molestias. «No somos capaces de calcular cuánto habremos gastado en cerraduras para el portal, porque siempre las acaban destrozando. La última era la más resistente del mercado, pero la han roto igual», comenta Juanma. «Y, cuando la cerradura no está rota, a los vecinos les tocan el timbre de madrugada», añade Víctor. «Llaman a todos los pisos a las tres y las cuatro de la mañana. Hay vecinos que han anulado el portero automático. O aprovechan cuando tú entras o sales y te arrollan. Suben y bajan excitados, como si por las escaleras avanzase la caballería, y tienen movidas entre ellos», desarrolla una residente.
En el portal están colgadas unas 'normas de convivencia' en castellano, inglés y árabe (con peticiones como «no escupir en las escaleras o paredes:¿en su casa lo harían?»), pero, a juzgar por cómo se suelen encontrar las zonas comunes por la mañana, no parece que los visitantes las lean mucho. «En mi buzón apareció una vez una bolsita de polvo marrón, supongo que heroína. ¡No sabíamos qué hacer con ella! Y, por supuesto –añade Juanma–, hay gente que se queda a dormir en las escaleras, mea, vomita, deja basura y de vez en cuando se pelea... La casa es de madera y eso aumenta el miedo».
«¿Ustedes qué hacen aquí?»
Los vecinos han acudido a todas las instancias posibles. «Empezamos con el Observatorio de la Convivencia, pero no se logró gran cosa. Con la Ertzaintza tampoco hemos notado avance: cuando yo era presidente se pusieron en contacto conmigo e incluso les di una llave, pero nada», repasa Víctor. «Y con la Policía Municipal hay muchísimo contacto, porque la comisaría está justo enfrente: todo se queda en promesas de que está todo controlado. A finales del año pasado hasta nos avisaron de que iba a haber un operativo y nos esperanzamos», se desanima Juanma, que recuerda otra ocasión, de hace alrededor de una década, en la que también se vendía droga en otra de las viviendas. «Era menos grave porque, además, se trataba de gente del barrio, a la que tocabas la puerta y te hacían un poco de caso. Pero en aquella ocasión la Policía Municipal sí se hizo cargo», relata.
Esta vez, en cambio, los vecinos se sienten desprotegidos e impotentes. Se han planteado colgar pancartas para denunciar su situación, pero tienen miedo a posibles enfrentamientos y represalias. «También se nos ocurrió organizar una vigilancia entre nosotros. Recuerdo que me encontré a dos contando dinero en la escalera y les dije: '¿Y ustedes que hacen aquí?'. Como soy cubano, suelo hablar de usted, pero se debieron de pensar que era policía», sonríe Victor, que a continuación vuelve al tono serio de quien se ve desvalido: «La verdad es que no sabemos si la Policía está haciendo algo. A veces deseamos que pase algo gordo para que tomen medidas, porque parece que con el trapicheo no basta. ¿Cuál es el escollo que impide actuar? Todo el mundo sabe que aquí se están cometiendo delitos».
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