Acogidos en mi casa de Llodio
Volvimos del pueblo y una familia de amigos de mis padres que tenían las llaves para regar las plantas y cuidar a nuestro canario se habían instalado tras perder su vivienda
Suelo decir que acostumbro a no estar presente en los momentos importantes de mi vida, y el día en el que se produjeron las inundaciones ... de Llodio no fue una excepción. Aquel 26 de agosto yo estaba a unos mil kilómetros de mi casa, de vacaciones en el pueblo. Regresamos un par de días después. Tuvimos que dejar el coche en Areta y montarnos en una furgoneta de los miñones. Recuerdo el rostro de preocupación de mis padres al mirar el paisaje devastado a través de las ventanillas del vehículo. Tenía solo seis años, pero percibía el carácter excepcional de la situación.
La mayor sorpresa la viví al abrir la puerta de casa: un matrimonio amigo de mis padres y sus seis hijos se habían instalado en nuestro piso porque la riada se había llevado su vivienda. Tenían las llaves porque, antes de marchar de vacaciones, mi padre se las había dejado para que regaran las plantas y cuidaran del canario que teníamos. Aquella familia tuvo que pasar mucho miedo, pero yo, hija única, recuerdo como una larga fiesta el barullo de colchones tirados por la casa.
Un día apareció por allí mi tutor de EGB, y aquella visita me pareció extraña y relevante. No puedo relatar cómo se resolvió la intendencia de aquellos días, pero tuvo que ser muy complicado. No sé dónde consiguieron la comida y el agua, pero sé que no pasamos hambre ni sed. Algunos de mis amigos fueron acogidos en casas de Vitoria, imagino que por la insalubridad de las calles de Llodio. Un amigo mío, que pasó una temporada en la capital alavesa, me contó divertido que él esperó ser acogido por una familia rica en una gran casa con piscina, como le había pasado a su vecino del quinto; sin embargo, se tuvo que conformar con un piso humilde, como el suyo. Una decepción, me contó entre risas y sin ocultar su agradecimiento hacia aquellas personas que lo ayudaron.
Los amigos de mis padres permanecieron unas cuantas semanas en casa hasta que les proporcionaron una vivienda provisional. La vida fue, poco a poco, reorganizándose. Se limpió el barro de las calles, los comercios, cuyo género aparecía entre lodazales, abrieron sus puertas, volvimos a las aulas. Al pensar en aquellos días me vienen a la cabeza los versos del poema 'Ciudad cero', de Ángel González: «(..) Pero como tal niño,/ la guerra, para mí, era tan solo:/ suspensión de las clases escolares, Isabelita en bragas en el sótano/ cementerios de coches/ pisos abandonados».
La infancia siempre trata de ponerse a salvo. Al mirar atrás, no puedo hablar de miedo ni de tristeza. El alcance de aquella tragedia lo comprendí mucho después. Yo era una niña y ni siquiera estuve presente, pero aquel episodio me reveló una certeza que me ha conformado como persona: aunque nos creamos infalibles, es la naturaleza la que manda.
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