A las buenas o a las malas: la cultura de la violación
Edurne Portela
Martes, 7 de febrero 2017, 02:50
El pasado fin de semana he leído en este periódico que un joven estadounidense ha sido detenido en Bilbao acusado de una agresión sexual a ... una compañera suya del programa de intercambio en el que participa. La periodista Ainhoa de las Heras también recogía información sobre el ingreso a prisión de otros tres jóvenes veinteañeros por haber agredido a una joven de 18 años el 14 de enero. Tanto ella como otras cuatro jóvenes, que desde noviembre han denunciado agresiones, no tienen recuerdo exacto de los hechos, con lo que se sospecha que fueron drogadas. Esta noticia es posible que pase desapercibida entre los desmanes de Donald Trump, el temporal de invierno en Euskadi o los Premios Goya, pero deberíamos pausar y darle la importancia que merece.
Que un estudiante estadounidense viole o agreda sexualmente a una compañera no es anormal. En mis años de profesora en EE UU tuve la desgracia de poder familiarizarme con este problema. El 23,1% de las estudiantes de grado en universidades de Estados Unidos son víctimas de violación o violencia sexual. Algunas encuestas señalan que una de cada cinco alumnas ha sufrido una agresión sexual durante sus cuatro años en el campus (según el National Sexual Violence Resource Center). El mismo estudio dice que más del 90% de las agredidas no denuncian. Y no es de extrañar. En EE UU, si la violación ocurre en el campus, la universidad correrá a cargo de la investigación, con lo que la víctima sabe que su agresor no va a ser perseguido por la justicia, como mucho será expulsado. Además, la mayoría de las violaciones se producen en situaciones sociales, sobre todo en fiestas de fraternidades en las que las jóvenes consumen normalmente bastante alcohol. También, el violador suele ser un compañero o un conocido al que la agredida seguirá viendo en sus clases o por el campus.
No es raro que la violación se produzca ante un grupo de hombres y que más de uno participe en ésta. Así que la vergüenza ante lo sucedido, el temor a ser objeto de escarnio, el sentimiento de culpa por no haber sabido controlar la situación, bloquea a muchas víctimas que entienden que, con su «mal» comportamiento, contribuyeron a la agresión. Cuando hablo de estos casos, algunas personas se sorprenden, se llevan las manos a la cabeza, critican la hipocresía de la sociedad americana, como si las violaciones de mujeres fueran algo ajeno a nuestra realidad. No lo son. Según datos del Ministerio del Interior para 2016, cada ocho horas violan a una mujer en España. Teniendo en cuenta que de cada seis violaciones se denuncia solo una, los números son escalofriantes. Tampoco debería extrañarnos que las mujeres españolas no quieran denunciar: la culpa siempre pasa del verdugo a la víctima, a la que se le achaca la largura de la minifalda o su nivel de alcohol o que no gritara lo suficiente al decir que no o que no cerrara las piernas con bastante fuerza. No es broma. En 2016 una magistrada de un Juzgado de Violencia sobre la Mujer en Vitoria preguntó a una víctima: «¿Cerró bien las piernas? ¿Cerró toda la parte de los órganos femeninos?».
La noticia sobre las jóvenes agredidas en Bilbao que no son capaces de recordar bien los hechos habla de una posible sumisión química. Yo supe por primera vez de este tipo de violación también en Estados Unidos. En las fiestas universitarias es común intoxicar a las jóvenes con ruffies, una droga -rohypnol- conocida popularmente como date rape drug (droga para violar en citas). La versión española de este tipo de droga es la burundanga. Se disuelve fácilmente en alcohol, por lo que es muy fácil administrarla, no tiene olor ni sabor. El efecto de la droga es un debilitamiento rápido del cuerpo y normalmente la pérdida de consciencia. En ese lapso de tiempo en que la joven está semiinconsciente o totalmente rendida, uno o más hombres la pueden violar. Una vez que pase el efecto de la droga, quedará el malestar, pero no será consciente de lo que ha pasado ni tendrá memoria de lo ocurrido. Denunciar una violación siempre es difícil, pero si la víctima, que de normal ya es sospechosa de «merecérselo», no recuerda bien lo que ha pasado, será más propensa a guardar silencio. El uso de esta droga para violentar el cuerpo de una joven que, de otro forma, se resistiría a un intercambio sexual, refleja una concepción de la mujer y del cuerpo femenino que da un giro de tuerca más a la violencia machista. El violador no recurre al uso de la fuerza, sino que anula totalmente la voluntad de la mujer para así tener dominio absoluto sobre su cuerpo, un cuerpo sin voluntad, sin reflejos, en algunos casos sin ni siquiera signos de vida. La mujer, en estado de máxima vulnerabilidad, es degradada y sometida a todas las vejaciones que el agresor desee. Por un lado sabe que ha sido violada, puede comprobar con pruebas médicas la magnitud del daño físico, pero nunca llegará a saber (a no ser que el agresor o agresores lo hayan grabado, otra moda perversa) lo que han hecho con su cuerpo mientras estaba inconsciente. Al dolor se suma la humillación, la incertidumbre, el miedo, la indefensión.
Los datos que nos da la noticia de este fin de semana remiten a agresores veinteañeros y a víctimas de 18, 19 años. Esto confirma que persiste la llamada cultura de la violación, que consiste en la práctica normalizada del abuso del cuerpo femenino, una cultura que se asienta en principios de desigualdad, de concebir a la mujer como un ser inferior, que existe para dar servicio y placer al hombre. La cultura de la violación normaliza la agresión sexual como algo inevitable en las relaciones entre sexos, insiste en que la mujer debe actuar de forma que no provoque la agresividad masculina, enseña que la violada no solo debe probar la agresión, penetración, violencia, sino que ella no lo provocó y que en ningún momento lo quiso. Es una cultura que demuestra que vivimos en un mundo en el que la mujer, a pesar de la educación, la incorporación al trabajo, las leyes de igualdad, la imposición de ciertas cuotas, a pesar de todos los avances sociales de los siglos XX y XXI, cuando tiene que ver con su cuerpo sigue siendo igual de vulnerable. En una calle de Bilbao o en una universidad estadounidense.
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