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Helô Pinheiro, en la playa de Ipanema.

Las lágrimas de la chica de Ipanema

En Río se ha encendido un pebetero y se ha apagado una sonrisa. El de una muchacha que nunca necesitó una antorcha para su paseo camino del mar

jon uriarte

Sábado, 6 de agosto 2016, 00:27

Helô ya no pasea frente a la ventana. O sí. Entre tanto curioso resulta imposible saberlo. Tampoco podemos reconocer su aroma. El sempiterno olor a brasa y a caipirinha queda eclipsado por la mezcla de colonias turistas y el olor a mar violado. Como una tubería abierta al sol. Decían que los aros olímpicos acabarían con la cara B de Río. Pero ni siquiera ha limpiado la A. Si han estado alguna vez sentados en la mesa donde Vinicius y Jobim vieron pasar a la musa, que convirtió en eterna una canción, lo entenderán. Ahora se le conoce como Garota de Ipanema. Por entonces solo era una «Menina que passa». Ninguno de los dos sabía su nombre. Tan solo que era la clave para terminar una canción que se había atascado. La vieron en su sonrisa. Esa que hoy es solo pasado. Quizá porque aquella chica, que iba camino del mar, sabía cómo cerrar una canción. Pero no cómo arreglar un país.

«Lo importante es cómo termina». A esta máxima se aferran los organizadores y la panda de vividores que eligieron Río de Janeiro como sede olímpica. Incluido un tal Alberto de Mónaco que, suponemos, ya no hará preguntas sobre seguridad y terrorismo a quienes en el futuro quieran acoger olimpiadas. Sobre todo teniendo en cuenta lo cerca que está la golpeada Niza de su monegasco palacio. Pero no mentemos a la bicha. Al terrorismo, me refiero. Hubo un tiempo en que los terroristas pertenecían a una organización o banda. Ahora un tipo se levanta con mal cuerpo por la mañana y se autoproclama vengador fanático. Matan igual, pero el de ahora es más imprevisible. Además, bastante tienen los cariocas en su propia casa.

Pocas veces la antorcha olímpica ha vivido tantas vicisitudes camino del pebetero. Había más llamas de ira entre el público que sobre ella. La euforia de Lula y los suyos fue apagándose a golpe de corruptela. Robar es robar, aunque sea a ritmo de bossa nova. Y así, la oportunidad de Brasil en general y de Río en particular acababa envuelta en dudas. Por eso ya no ríe Helô. Le duele Ipanema. Y su hermana famosa que también tiene canciones. Copacabana. Esa que, en el fondo, nunca necesitó ser guapa para ser amada.

La primera vez que se visita Río de Janeiro se caen de golpe los mitos. Hay playas más hermosas. Pero las de este lugar cargan con tantos mitos y leyendas como cuerpos bronceados y trabajados. Y te atrapan. Aunque para ello haya que aceptar la verdad. Empezando por Copacabana. Con sus palomas y gaviotas comiendo sobre una arena que sufre al ser humano desde hace demasiadas lunas. Y con unas olas que intentan esconder bajo su espuma las vergüenzas. Pero es Copacabana. La más mítica. Y la más negra. En Brasil también ellas tienen colores. Leblón es la más blanca. Del color de ese Brasil que no protesta en las calles. Porque América, rara vez sabe de clases medias. O no tienen para comer o tienen tanto dinero que para gastarlo todo no podrían dormir. Y todo eso se ve en Río de Janeiro.

Se quejan los brasileños de que su país no es solo esta tierra que saluda cada mañana el Cristo de Corcovado. Y tienen razón. Pero siempre será su postal. Para lo bueno y, como ahora, para lo vergonzante. Ya no es que les falten un par de cursos de bricomanía para hacer las cosas a tiempo y bien. Lo de la seguridad es aún peor. Al llegar a este rincón que se asoma al atlántico suelen advertir, al menos lo hacían antes, de que los taxis seguros son aquellos que paran en los hoteles y que detenerse en un semáforo en rojo puede ser la antesala de un atraco. Por no hablar de algunas calles y de ciertas horas. Pero la educación y el duende de sus gentes hacen que el visitante se pierda al fondo de una sonrisa o de unos ojos que solo conocen el portugués pero que hablan todos los idiomas. Y te olvidas de que Copacabana tiene arena triste y de que su paseo perdió el glamour hace más de medio siglo. Podría haberlo recuperado con las olimpiadas. Uno de los bonitos lazos del nuevo Río. Pero no parece que vaya a ser así. Si lo piensan, tras Munich 72, son las olimpiadas en que menos se habla de récords y pódiums. Hay demasiado ruido en las calles para que miremos hacia la pista. Por eso llora Helô.

Ella es como Ipanema. En medio de Copacabana y Leblón. Hay otras. Pero esas dos muestran la realidad de Río. Y la de Brasil. Y la de América. Y la de...a decir verdad, explica la esencia de este mundo. No queremos ver lo que tenemos delante hasta que es demasiado tarde. El pobre siempre será pobre. Resulta evidente, y no hay excusa, para que te otorguen la organización de unos Juegos Olímpicos y suceda lo que estamos viendo. Porque sería un escándalo y poco operativo, pero en una sociedad seria se habrían llevado los juegos a un lugar alternativo donde, al menos, la mayoría acepte la antorcha. Brasil no está para aplaudir medallas. Y es verdad que antes también llegaron los aros a tierras convulsas o atrasadas y que lograron cambiarlas y modernizarlas. Pero el siglo XXI es poco romántico. Nos conocemos todos. Además, demasiado. Por eso la culpa, la única y verdadera culpa, es nuestra.

Mientras existan trincones de tarjeta para gastos y desayuno buffet de por vida y nosotros lo permitamos, pasarán cosas como la de Río. O lo de Pekin, que repartió silenciadores entre sus pelotones de fusilamiento para que no se escucharan los tiros durante los Juegos. Y ya verán los próximos. En realidad siempre fue igual. La diferencia es que en Río la mierda se ve. Y se bebe si el nadador no cierra boca. De ahí el cabreo. Pero que nadie olvide la gran verdad. Los Juegos Olímpicos, como los Mundiales y la mayoría de los grandes eventos están manejados por gente que apesta más que los fétidos residuos que flotan en la bahía de Guanabara. Por eso me da pena Helô. Porque ella no se lo merece.

Como decía, cuando llegas a Río sientes un cierto grado de decepción. Pero cuando te vas, entiendes por qué tantas maletas se quedaron allí para siempre. Tiene algo que atrapa. Quizá que es indomable. E imprevisible. Como la famosa garota. No parece que vaya a pasar delante de la ventana durante los juegos. Pero no pierdan la esperanza. Es lo único que nos queda en estos tiempos inciertos. Ya habrá momento para la crítica y para pedir responsabilidades. Mientras tanto que pase el tiempo y que salga el sol para todos. Personalmente me conformo con que no haya sustos ni desgracias y que los juegos terminen en una relativa y mínima paz social. Para que Río vuelva a ser lo que siempre fue. Un lugar donde el mito se comió a la ciudad. Donde todos saben que no hay mayor mentira que una verdad a medias. Y así, pasado un tiempo y aunque nada haya cambiado, Helô volverá a atarse su pareo en la cintura para volver a pasear su sonrisa camino del mar. Porque Río siempre fue eso. Ni más, ni menos.

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