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En los pueblos pequeños de Bizkaia se aburren menos
La huerta, la atención a los animales y tener casas con más espacio entretienen el confinamiento en el territorio rural
Siete gaviotas flotan contra el viento sobre la cala de Armintza. Da tiempo de sobra para contarlas. No hay nada más que hacer. Ni nadie con quien compatirlo. Eso sí, el aire es fresco, de mar. Es como si se respirara mejor. En la única tienda abierta, José Luis vigila el horno de pan y asiente. «Aquí, que se sepa, no hay ningún caso», comenta. No cita al 'bicho', el persistente coronavirus que ha confinado a la población. «Será por el aire, que se lleva todo lo malo», bromea. Estos días vende algo más de fruta y el mismo pan. Los clientes de siempre. Entre semana, Armintza tiene poco movimiento. La fiesta llega, llegaba, los sábados y domingos con las terrazas a tope. «Ahora tampoco. Parece un pueblo fantasma», describe.
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Acierta. Todo parece filmado para una película de ciencia ficción. Irreal. El parque con aparatos de gimnasia está sellado. Las persianas bajadas, salvo la de la farmacia. En el puerto, Mikel desinfecta con la sulfatadora. El pico limón de un mirlo le vigila; desconfía del único humano a la vista. «Aquí no hay nada. La gente va al Eroski de Gorliz, o a Plentzia, o a Mungia a hacer las compras. No entran ni los barcos con verdel, que hace mucho que van a Santoña», cuenta mientras señala hacia la tienda de José Luis, el único punto con vida. El tendero dice que los vecinos están concienciados. Los ve a diario. «Trabajo todos los días, sólo libro los miércoles por la tarde». ¿Por el coronavirus? «No. Como siempre».
De Armitza a Lemoiz hay un camino peatonal. Una vía de escape. Agentes de la Ertzaintza se han dado una vuelta para mandar a casa a los caminantes. Javi es profesor de instituto. Vive en su caserío en Lemoiz. Tiene tarea de sobra. «Doy clase virtual a los chavales. Los de segundo de bachiller están muy nerviosos por la selectividad y la nota de acceso a la universidad», apunta. Entre ratos, atiende a sus animales. Tiene un rebaño de ovejas. «¡Ahí asoman!». Las llama pero, ante la presencia del fotógrafo de EL CORREO, se esconden. «Son tímidas», bromea Javi, que va al gallinero. «Cada mañana hay que echarle de comer a los animales. Se pasa el rato». Las gallinas picotean a su alrededor. Las mira y comenta: «No sé qué les pasa. Llevan unos días que ponen pocos huevos. ¿Estarán contagiadas?». Guiña un ojo.
El aislamiento se lleva mejor en un caserío que en un piso colmena. Y eso que en Lemoiz hasta los columpios están quietos. En la escuela, que antes del virus escuchaba el griterío de setenta niños, sólo se oye el sonido que el viento le saca a los plásticos que cubren el techo de la escuela, en obras. Seis operarios sin mascarilla se afanan en la rehabilitación. «Esto parece Chernóbil», comenta Javi. «Bueno, al menos aquí la gente anda con la huerta». El virus ha dejado todos los planes a medio hacer, pero en Lemoiz hay que seguir atendiendo a los animales y a la tierra.
Más al interior, en Larrauri, no queda ni un paseante. Una señora sale a ver lo que hay en el buzón. Otra, en coche, a tirar la basura. Están fuera el tiempo justo. Tierra de nadie. Lo mismo pasa en Meñaca. En el frontón pelotean dos gorriones. Y en la sacristía cuelgan de la pared los hábitos del párroco. El coronavirus le ha vaciado las misas. La enfermedad es ahora dueña del espacio y el tiempo. En casi media hora, no pasa nadie. Para entablar una conversación hay que tirar hacia la salida del pueblo en dirección a Mungia.
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Entre magnolios, mandarinos y olivos
A la izquierda sorprende un ciclista pedaleando alrededor de su casa. Es Román. Tiene una buena parcela vallada, cerca de 2.500 metros, con un olivo, un níspero japonés, un magnolio y varios mandarinos y ciruelos. «A mí la epidemia me pilló de baja. Iba a Mungia, a rehabilitación para el pie, pero con todo esto han cerrado», explica. Así que se hace su propia terapia. «Cojo la bici un cuarto de hora por la mañana y otro por la tarde». Se entretiene, toma el aire y, encima, se cura. El confinamiento se lleva mejor en una finca así. Aislado, pero al aire.
Los pueblos se suceden en silencio. Todos esperan liberarse del virus para empezar de nuevo. Volver al punto cero de hace dos semanas. En Gamiz cada camino conduce a la farmacia. María atiende tras una mampara de plástico. «Al principio hubo más psicosis, más acopio. Ahora se ha tranquilizado la cosa». Sigue sin mascarillas ni termómetros. Es testigo diario del miedo al contagio. «En los pueblos hay mucha gente mayor -más vulnerables-. Por eso vienen a por medicinas sus nietos o sus hijos». Ella se ha convertido en consultora. «Me preguntan por las medidas higiénicas y yo siempre les digo lo mismo, agua y jabón». Entra una vecina, apresurada. Encarga algo y se va. A la huerta. «A podar, a cortar la hierba... Siempre tienen algo que hacer». Ahora, la aburrida es la ciudad.
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