Tiempos interesantes
José Antonio Pérez Ledo
Sábado, 20 de mayo 2017, 01:06
Cuentan que el primer coche de la historia tuvo que hacer frente a una considerable oposición popular. Remataba el siglo XIX y, por entonces, muchos ... desconfiaban de aquel trasto autopropulsado, dotado de cuatro ruedas, un volante y poco más. El invento, al que muchos auguraron una vida breve e irrelevante, no solo iba en contra de la naturaleza, también era innecesario. ¿Para qué necesitamos esos cacharros, se preguntaban, teniendo carruajes?
No era la primera vez que una gran innovación despertaba las suspicacias de sus coetáneos. El tren fue asimismo criticado. Hubo quien dijo (apelando a vaya usted a saber qué fuente) que el ser humano no sería capaz de soportar velocidades superiores a las del galope de un caballo. Pero resultó que sí lo era. Y resultó también que el coche triunfó y acabó modelando la morfología de las ciudades y, de rebote, el mundo contemporáneo.
El coche, es cierto, trajo consigo nuevos problemas: los atascos, los atropellos y, sobre todo, una creciente cantidad de dióxido de carbono. En su momento, sin embargo, nadie fue capaz de pronosticarlo, como nadie fue capaz de pronosticar el cambio climático. En la generosa lista de miedos que la sociedad proyectó en el automóvil no se encontraba la contaminación.
Hace medio siglo que vivimos en la llamada era de la información. Hoy la velocidad de cambio de nuestra sociedad es tan rápida que resulta difícil seguirle la pista. La mayoría de nosotros nos esforzamos por adaptarnos tan deprisa como somos capaces, siempre a la zaga del mundo, siempre corriendo tras él para evitar que se nos aleje demasiado. Hoy, los trabajadores, como los plásticos, se reciclan. De la máquina de escribir al procesador de texto. Del diskette al CD, del CD a la nube. Amazon es ya la mayor tienda del planeta y sus almacenes son en buena parte gestionados por pequeños robots capaces de encontrar un libro cualquiera entre decenas de miles. La privacidad es un anacronismo, como lo son las cartas, las guías telefónicas y los despertadores. Hoy las elecciones pueden hackearse y, de hecho, se hackean. Hoy el mundo está enteramente cartografiado en la palma de la mano. Mi teléfono me dice que tardaría treinta días y quince horas en llegar caminando a Moscú («Esta ruta incluye un ferry», aclara). El aumento de la información disponible es exponencial. En lo que tarde en leer este artículo (pongamos, dos minutos) se subirán más de 600 horas de vídeo a Youtube.
Hay quien se queja por ello. Quien proyecta sus miedos contra esta era de la información como antes se proyectaron contra el coche y, antes de eso, contra el tren. Lo hacen basándose en el prejuicio, incapaces de argumentar por qué el mundo de hoy es peor que el de ayer (al fin y al cabo, todos los indicadores dicen precisamente lo contrario). Son agoreros sin base porque nadie, ni los más informados, se atreven a predecir las amenazas del futuro. El mañana es, más que nunca, un absoluto misterio.
La gran mayoría nos limitamos a encogernos de hombros y aceptar las condiciones de uso del tiempo que nos ha tocado vivir. Sí a todo, continuar. Sabemos que nuestros datos personales están en manos de empresas radicadas en alguna soleada capital de Estados Unidos. Saben cómo nos llamamos, saben lo que nos gusta y lo que no, saben dónde estuvimos ayer y a qué boda asistimos el mes pasado. Saben, o pueden inferir, a quién votamos y en qué creemos. Saben, o pueden inferir, quiénes somos y quiénes queremos ser.
No solo nuestra identidad, también nuestro dinero es virtual. La bolsa es manejada por inteligencias artificiales que compran y venden y, a veces, se equivocan, provocando pequeños cracks que, durante segundos o minutos, destruyen el sistema. No es una distopía, ocurrió en 2010 (en Estados Unidos) y en 2016 (en Reino Unido). Flash crash se llama eso.
Su nómina no son más que unos y ceros transmitiéndose por cables de fibra óptica desde su empresa a una entidad bancaria. Todo lo que ha ganado en su vida son solo datos contenidos en un servidor de ubicación desconocida. Dele un like a eso.
En los últimos días, dos noticias han asaltado los medios, reveladoras ambas del lado más oscuro de nuestra era. Por una parte, el ataque informático que ha puesto en jaque a cientos de organizaciones de medio mundo. Los piratas exigen dinero virtual a cambio de los datos secuestrados (sus datos, los de usted). Un chantaje virtual para un mundo virtual.
La segunda noticia, menos difundida, es el robo, por parte de piratas informáticos, de una película de Disney. La productora no ha querido revelar el título, pero varias webs aseguran que se trata de la última entrega de Piratas del Caribe. Ironías de nuestra época: piratas usurpando una película de piratas. Si Disney no les paga una determinada cantidad, los hackers liberarán la película en internet para que otros piratas, los de menor grado, bucaneros de salón, puedan verla sin soltar un solo doblón.
Vivimos en un sistema hermoso pero vulnerable. Muy pocos imaginaron los nuevos problemas que la sociedad de la información traería consigo, y nadie es capaz de prever las amenazas que nos aguardan en el futuro. Nuestras vidas son fragmentos de información codificada en una realidad inmaterial cuyo desarrollo es ya imparable.
Una maldición china dice: «ojalá vivas tiempos interesantes». Los nuestros lo son profundamente. Virtualmente. Somos emperadores desnudos, orgullosos de nuestro traje.
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