Lo que esconden las palabras
El fin de ETA no ha traído una verdadera renovación del lenguaje político que justificó su actividad criminal. Tampoco la derecha ha revisado su propio lenguaje anclado en la retórica del rencor
Edurne Portela
Jueves, 26 de enero 2017, 02:49
El lenguaje es la herramienta con la que damos sentido (o intentamos dárselo) a la realidad, la forma de relacionarnos con el otro, de concretar ... en palabras lo que imaginamos, lo que sentimos. En la relación entre las palabras y las cosas se centra nuestra ordenación del mundo. Mediante el lenguaje identificamos los problemas que nos acechan al concretarlos en palabras, podemos construir una narrativa coherente de nuestra memoria, anticipar aquello que está por venir, sentir o por lo menos llegar a imaginar experiencias ajenas como el dolor que no hemos sufrido en carne propia o el amor que no hemos sentido. El lenguaje es una herramienta para desarrollar nuestra empatía, afinar nuestro sentido de lo que está bien y lo que está mal. El lenguaje sirve para todo esto pero también, por desgracia, para justificar actitudes indignas, razonar la injusticia para que no lo parezca, tergiversar el pasado, esconder la realidad o directamente adecuarla a fines políticos.
El fin de ETA no ha venido acompañado, por desgracia, de una verdadera renovación (o desintoxicación) del lenguaje político que justificó su actividad criminal. Tampoco ha sido acompañado por parte de la derecha española de una revisión de su propio lenguaje en referencia al terrorismo y nuestra historia política. Por un lado tenemos una construcción eufemística, dañina y perversa, por parte de un sector importante de la izquierda abertzale sobre el pasado de ETA, y, por otro, tenemos la retórica del rencor, de vencedores y vencidos, la exclusividad de la derecha sobre el significado de palabras como «víctima» o «terrorismo».
Hay fórmulas que encapsulan la mentira y que a veces repetimos sin atender a qué es lo que se esconde detrás de ellas. Una de ellas es «superar el conflicto», expresión cada vez más repetida en medios políticos de diferentes signos. «Superar», según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE), significa vencer obstáculos o dificultades, rebasar, exceder un límite o dejar algo atrás. ¿A qué nos referimos entonces con la idea de «superar» cuando usamos esta expresión? ¿Estamos hablando de olvidar? Suena a tópico decirlo, pero para olvidar primero hay que hacer una elaboración narrativa que dé sentido al pasado vivido. El uso de la palabra «superar» indicaría un deseo de no llevar a cabo esa elaboración. La «superación» no puede estar acompañada de una profundización. ¿Y qué es eso que ha ocurrido, eso que algunos quieren «superar»? Un conflicto. ¿En qué sentido? ¿Hablamos de conflicto como «apuro, situación desgraciada de difícil salida» (cito de nuevo al DRAE)? ¿O hablamos de un «enfrentamiento armado», es decir, una guerra? ¿Qué tipo de guerra?, ¿colonial, de ocupación? Si aceptamos este uso de la palabra, entonces hay que preguntarse ¿entre quiénes?, ¿entre el Estado español y... Euskal Herria? Entonces, ¿en qué recoveco de la palabra «conflicto» hay espacio para el asesinato de ciudadanos vascos y navarros, las actuaciones de la kale borroka en nuestras ciudades, aquellos vecinos que tuvieron que dejar sus lugares de origen por las amenazas? ¿Aceptamos también con este uso semántico que la Guerra Civil fue el inicio del conflicto entre Euskadi y España, cuando fue, en buena medida, un conflicto entre vascos? ¿O es que estamos admitiendo que hay vascos de primera y vascos de segunda o, peor, vascos eliminables porque no concuerdan con el ideal de aquellos que nos hablan de un conflicto inevitable y necesario? Asumir expresiones como «superar el conflicto» significa consentir una lógica de guerra que desvirtúa la realidad de lo vivido. Si queremos evolucionar hacia una sociedad en la que la empatía con las víctimas y los principios de verdad, justicia y reparación sean incuestionables, se debe hacer una revisión profunda de la forma en que adecuamos la palabra a la realidad.
Asimismo, buena parte de la clase política española, sobre todo el Gobierno del PP, está estancada en un lenguaje que reproduce una actitud inmovilista y vengativa, plagada de confusiones entre lo que corresponde al quehacer político y jurídico por un lado, y la ética por el otro. Un caso paradigmático fueron los cinco segundos de silencio entre Pilar Zabala y Alfonso Alonso durante un debate en las últimas elecciones vascas, cuando este último fue incapaz de reconocer el estatus de víctima de Zabala. Sólo hay un tipo de víctima para el partido que Alonso representa y usar esa palabra para definir a otras, como Zabala, traspasa una línea roja. Otro ejemplo, más peligroso por su lógica punitiva, sería el uso de la palabra «terrorista» para criminalizar todo aquello que huela, aunque sea virtualmente y en forma de tuit, a ETA, haciendo de esa acusación un arma de control del debate público sobre nuestra historia. Estas actitudes, además de deteriorar las bases de nuestro estado democrático, nos enquistan en el rencor y la desunión, y nos hacen menos proclives a entender mejor la realidad que nos rodea, a dar los pasos necesarios para una verdadera reparación.
Manejar el lenguaje con responsabilidad, ser conscientes de lo que estamos diciendo cuando usamos ciertas palabras y expresiones para definir nuestra historia y nuestro presente, puede contribuir, de forma significativa, a nuestra transformación hacia una sociedad más empática y comprometida con la realidad.
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