Insoportable
Es incomprensible que se vuelva a reproducir el esquema que tan dañino resultó en la lucha contra ETA, el de contraponer lucha política a la policial
Joseba Arregi
Jueves, 22 de diciembre 2016, 01:14
Si no fuera porque las instituciones del Estado de derecho que es España funcionan a pesar de todos los pesares, y a pesar de ... tantos defensores que solo consiguen dificultar ese funcionamiento, podría decirse que la situación política española es insoportable. No cabe duda de que los problemas que afectan a los ciudadanos son objeto de debates políticos, son objeto de la atención y de las decisiones de los poderes públicas. Actuaciones y decisiones todas ellas necesarias y criticables, aunque a veces la crítica parece apocalíptica haciéndonos creer que se hunde el mundo.
Pero el funcionamiento ordinario de las instituciones del Estado está desde hace demasiado tiempo sometido a un teatro de descalificación y deslegitimación interesada de las mismas que produce un enorme hartazgo. El incumplimiento intencional de las leyes, la puesta en cuestión de la legitimidad de instituciones básicas del Estado, la manipulación y el abuso de las palabras que pertenecen al acerbo nuclear de la política, el recurso a términos de connotaciones supuestamente positivas pero que sirven solo para desacreditar al contrario político, el egoísmo colectivo rampante ocultado bajo el velo de falsas bondades hace tiempo ya que producen rubor.
Políticos dedicados a socavar la legitimidad que les ha permitido llegar al poder, gozar de él y cobrar por ello, supuestos revolucionarios que no arriesgan nada, ni su pequeño o gran sueldo, y se dedican a romper resoluciones judiciales o fotografías del jefe del Estado pensando que con ello están a las puertas de una nueva Revolución de Octubre o de una nueva Sierra Maestra cuando solo están a las puertas de una sala cutre de mal teatro. Servidores del Estado, bien pagados, dedicados a preparar un golpe de estado desde las mismas instituciones legitimadas por lo que pretenden destruir, pero que no pueden ir a ninguna parte porque de repente perderían la protección y la garantía de los derechos ciudadanos que son más importantes que los sueldos que cobran.
De la mentira, la frivolidad y el aventurerismo incluidos en la confusión entre reforma federal del Estatuto catalán y la aprobación de un sistema constitucional confederal para el conjunto de España surgió el desbarajuste catalán que solo podía terminar mal. Cuando se permite que instituciones que pueden determinadas cosas aprueben leyes que sobrepasan ampliamente sus competencias escondiendo bajo el título de reforma estatutaria reformas confederales de la Constitución, se rompen los acuerdos básicos en los que se asienta la convivencia. A partir de ahí no es posible el diálogo. Solo la vuelta a la situación anterior restablecería el suelo sobre el que se puede dialogar.
Resulta incomprensible que se vuelva a reproducir el esquema que tan dañino resultó en la lucha contra ETA, el esquema de contraponer lucha política a la lucha policial. Como si la actuación de las fuerzas de seguridad del Estado no fuera actuación política derivada del núcleo del Estado democrático, derivada del monopolio legítimo de la violencia y dirigido a la pacificación del territorio, fundamento de la comunidad política. Ahora contraponen algunos el diálogo político a la actuación judicial, a la intervención del Tribunal Constitucional, como si éste no fuera profundamente político como garante del acuerdo que constituye la comunidad política que es el Estado democrático, como si fuera de la gramática constitucional fuera posible diálogo alguno. Y olvidan que el Estado democrático existe porque la voluntad constituyente se somete al imperio del derecho y solo así constituido es legítimo. El sistema judicial es un poder del Estado, es poder político.
Algunos predican transversalidad, diálogo y pacto con voz impostada, pero se niegan a estar presentas en la fiesta de la Constitución, se niegan a asistir a la reunión de presidentes autonómicos con el presidente del Gobierno, olvidando con ello que la transversalidad caracteriza a cada uno de los ciudadanos vascos que en inmensa mayoría se constituyen como mezcla de sentimientos de pertenencia, y no consiste en que un partido nacionalista pacte algo con un partido no nacionalista. El representante ordinario del Estado en Euskadi no asiste al reconocimiento del pacto que constituye dicho Estado, a la fiesta de la Constitución, con lo cual, por mucha transversalidad que afirme, no representa a todos aquellos ciudadanos vascos que saben y asumen que sus libertades y derechos están garantizados por esa Constitución, que el Estatuto es legítimo en el contexto de esa Constitución e incluso los derechos históricos están vigentes porque ella los protege, por lo que no pueden ser interpretados contra su lógica pues perderían toda protección.
Y algunos creen arreglar los problemas afirmando que Euskadi es una nación, en sentido cultural añaden, como si en Euskadi no existieran diversas y mezcladas naciones culturales, confundiendo el hecho de que existe nación vasca porque existen miles de vascos que se sienten pertenecientes a ella, y la plurinacionalidad sin la que Euskadi no es nada.
Es cansado tener que volver a repetir que en las constituciones democráticas no existe el derecho de autodeterminación, lo que no significa que se puede olvidar del todo el hecho innegable de que las geografías políticas son resultado de la historia, contingentes por lo tanto, y que no pueden ser elevadas a la categoría de dogma absoluto e incuestionable.
Es penoso tener que escuchar que es preciso ensanchar la Constitución para que quepan todos en ella, como si fueran unos pantalones que hubiera que adaptar a la acumulación de grasas de algún incontinente incapaz de controlar su ingesta de alimentos, en lugar de pensar que quizá sea él el que debe reducir su masa corporal para que quepa en los pantalones que ya posee. Pero cuando se confunde reforma de la Constitución con cambio radical de Constitución, sabiendo que es imposible, se está cometiendo un fraude político de enorme gravedad.
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