La Reina del Estado español
No es, desde luego, la primera vez que un producto como la película de Trueba sufre las iras de los patriotas. Recuerden el caso del cava catalán
José Antonio Pérez Ledo
Viernes, 2 de diciembre 2016, 03:07
La última película de Fernando Trueba no está siendo un éxito. Esa es la manera diplomática de decirlo. Ha costado 11 millones y en su ... primer fin de semana ha recaudado tan solo 378.000 euros.
Los asuntos de la taquilla, como los del corazón, entran en el epígrafe de misterios insondables, de ahí que cualquier análisis que hagamos ahora será casi seguro erróneo. No vale, por ejemplo, con decir: «quizá sea mala». Obras que hoy se consideran maestras fracasaron miserablemente en su estreno y pasaron décadas antes de que alguien (generalmente un alguien francés) las reivindicara.
En lo que respecta a La Reina de España, hay quien culpa a la cinta en sí: a su pobre guión y a sus mejorables interpretaciones. Hay quien considera que el tráiler no le hace justicia, quien asegura que la fecha de estreno no era la más adecuada. Y hay también quien dice que el verdadero problema de la película es su director. Fernando Trueba. El mal español.
Detengámonos en este particular. Hace algo más de un año, el oscarizado cineasta recogía el Premio Nacional de Cinematografía en San Sebastián. Allí, Trueba dijo lo siguiente: «Siempre he pensado que, en caso de guerra, yo iría con el enemigo. Qué pena que España ganara la Guerra de Independencia. Me hubiera gustado que ganara Francia. Nunca me he sentido español, ni cinco minutos». A su lado, Iñigo Méndez de Vigo, ministro de Educación, Cultura y Deportes, le escuchaba lógicamente epatado, pensando quizá: «¡Le hemos dado el Premio Nacional a un maldito afrancesado!» Pareció por un momento que el ministro se lanzaría sobre Trueba y le arrebataría el galardón a dentelladas, pero pudo la diplomacia y se conformó con replicarle: «Yo sí me alegré el otro día con la victoria de la selección española de baloncesto contra Francia».
Muchos olvidaron aquel alucinógeno episodio. No así la rama rencorosa del patriotismo español, que se ha pasado más de un año buscando el momento para devolvérsela al cineasta. Empezó hace dos semanas, en Whatsapp, con una imagen que mostraba a un Trueba tachado, el cartel de La Reina de España y dos banderas españolas (una sola, imagino, quedaba poco patriota). El montaje dejaba meridianamente claro que su autor amaba España pero no tanto el diseño gráfico. Además, y para una mejor comprensión, incluía este texto: «Boicoteemos esta película. No vayas a verla. Solo quiere a España por las subvenciones. ¡Pásalo!» Y, a modo de florida conclusión, el autor del montaje añadía: «Los españoles somos buenos pero no tontos».
Aquello saltó a las redes sociales, y de ahí a los medios de comunicación, que, como todo el mundo sabe, son cajas de resonancia de lo bueno, lo malo y lo regular. Incluso Fran Rivera, que es un torero, se sumó a la turba enfurecida pidiéndole a Trueba que devolviese las subvenciones recibidas a lo largo de su vida.
No es, desde luego, la primera vez que un producto sufre las iras de los patriotas. Recuerden el caso del cava catalán. Ahí se pusieron de manifiesto las lagunas funcionales del boicot como medida de presión. Ocurrió cuando los fabricantes de botellas, extremeños algunos, aparecieron en televisión jurando y perjurando que a ellos la independencia de Cataluña, plin. A los patriotas no se les movió un pelo del bigotillo. Al fin y al cabo, pensarían, si fuesen buenos españoles, embotellarían cosecheros de Rioja o Ribera de Duero.
En el caso de La Reina de España, las víctimas colaterales son la productora (Atresmedia, que muy sospechosa de odiar España no acaba de ser), la distribuidora, los técnicos, los actores y las salas de exhibición. Matices sin importancia para los patriotas verdaderos. «¡Si Trueba no se siente español», gritan ellos, «que devuelva las subvenciones!»
No es mal razonamiento. Pero falla, a mi modo de ver, en un aspecto fundamental. Y es que la cultura no es una herramienta propagandística en manos del Estado. En una democracia, la financiación pública de un producto cultural no puede ni debe depender de las opiniones que sobre el país tenga el artista (eso pasaba en, por ejemplo, la URSS). Y tampoco parece muy sensato que le exijamos un abnegado amor a la patria a todos los agentes culturales que solicitan o han solicitado el apoyo de la administración.
La cultura, conviene recordarlo, no es un bien corriente. Una película no es un ladrillo, no es un coche ni una naranja (industrias, por cierto, todas ellas subvencionadas). Algunos cineastas, igual que algunos pintores o escritores sienten el inconformismo como una obligación ética. Lo ejercen en sus obras y, precisamente por coherencia, también en sus declaraciones públicas. Es provocación, sí, pero no necesariamente gratuita. Si abofetean a la sociedad (como hizo y probablemente siga haciendo Trueba) es, se supone, para que esta reaccione, para que se enfrente a sus propios absurdos y contradicciones.
«Un espejo que se pasea por un camino», así definió Stendhal la novela, pero es aplicable a todo producto cultural. Y esos espejos (sean películas, libros o las declaraciones de cualquiera de sus autores) están a veces deformados, como los del Callejón del Gato de Valle-Inclán. La imagen que de nosotros devuelven será grotesca, ridícula, nos incomodará y, en el mejor de los casos, nos obligará a reflexionar sobre lo que somos y lo que queremos ser. Cuando eso ocurre, no hay reacción más triste que organizarse para romper el espejo.
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