Vuelta a la normalidad o nuevo comienzo
Gritar permanentemente que los otros, la mayoría, son élite, mafia, casta y otras lindezas no es política, es renunciar a pensar, a acercarse a la realidad
Desde que algunos impusieron el sistema de primarias como receta infalible para regenerar el sistema de partidos español, como la máxima expresión de la democracia, ... y desde las movilizaciones del 15M y la formación del partido Podemos, llevamos tanto tiempo escuchando que todo está cambiando, que todo ha cambiado, que nada será como antes, que el sistema nacido en y de la transición está muerto, que el bipartidismo ha pasado a la historia, que todo necesita una reforma radical, que ahora que sigue de presidente Rajoy muchos tienen dificultades para explicar lo que está sucediendo.
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Es probable que el bipartidismo haya muerto, pero no es tan seguro que el régimen de la transición, así lo llaman, esté liquidado, pues a bipartidismo muerto constitucionalismo renacido, aunque con un partido más, Ciudadanos, que puede con el PSOE si éste no se va hacia Podemos y puede con el PP si éste no se enroca en su conservadurismo. Queda la oposición parlamentaria que no sabe si realmente está dentro o fuera del Parlamento, dentro o fuera de la Constitución, un Podemos que sin mareas periféricas puede menos y unas mareas que sin Podemos quedan en meras periferias.
Lo único real que dejan los últimos años transcurridos son unos fenómenos difícilmente clasificables en términos políticos: desengaño, rabia, frustración por parte de unas generaciones que han sido máximas receptoras del Estado de Bienestar creado por sus antecesoras -han gozado de sanidad universal, de una oferta educativa sin precedentes, universidades cerca de casa, acceso a bienes culturales de forma impensable para las anteriores-, pero que se han visto confrontadas con el momento de acceder al mercado laboral en circunstancias muy adverso de la crisis provocada por la burbuja inmobiliaria, fuente de ingresos con los que se financió la prestación de servicios a los que tuvieron acceso, y la crisis económico-financiera que la acompañó. Un mercado laboral en una economía que había perdido competitividad respecto a otras economías, una economía que sufría de un lastre de modelo económico demasiado dependiente de servicios no cualificados, de un desajuste demasiado serio entre formación educativa y demanda del mercado laboral, y de una estructura laboral demasiado rígida y descompensada, además de un paro estructural muy superior a las economías europeas.
Todo esto no tiene nada que ver con el neoliberalismo demonizado, con las políticas de austeridad de Merkel -sería bueno que todos los responsables tuvieran en cuenta los datos aportados por Manfred Nolte en este mismo medio hace no muchos días desmontando la tesis de la austeridad radical-, no tiene nada que ver con los eslóganes de que el régimen está acabado, no tiene nada que ver con el fracaso de la democracia representativa -alguien debiera decirle a la alcaldesa Carmena que el totalitarismo es el acceso al poder de las masas sin pasar por la democracia representativa-.
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Gritar que el acto parlamentario democrático de investir a quien consigue la mayoría en el Congreso de los diputados, estando éstos legitimados por los votos -todos, no solo los de Podemos- es ilegítimo no es política, ni nueva ni vieja. Gritar permanentemente que los otros, la mayoría, son élite, mafia, casta y otras lindezas parecidas no es política, es renunciar a pensar, a matizar, a acercarse a la realidad. Gritar que las reválidas son franquistas es evitar reflexionar sobre cómo mejorar el sistema educativo español, y pensar que nada tiene que cambiar en la enseñanza es la peor forma de castigar a las futuras generaciones.
La manía de volver a la Guerra Civil y el franquismo y de querer instalarnos a todos en aquella época, debido en buena parte a quienes no tienen ni idea de cómo fue aquello, no soluciona ninguno de los problemas que tiene la sociedad española hoy. Es iluso querer ganar ahora la Guerra Civil, no van a derrocar a Franco, que murió en la cama. La mejor forma de avanzar criticando medidas políticas concretas no es recurriendo sin cesar y sin reflexionar a calificaciones de fascista, totalitario, franquista, delincuente -aunque sea potencial-, sino analizándolas, criticando en lo concreto lo que tengan de criticable y proponiendo cambios, alternativas en el caso en que sea necesario, pero con argumentos y datos, con conocimiento y no con palabrería vacía que parece reducirse a la celebración de sí misma.
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Y la liturgia de los nacionalismos no para, aunque sea cada vez menos creíble. Hay quien cree que rompiendo la comunicación de una sentencia o de alguna otra comunicación judicial es el comienzo de alguna revolución seria, y no la escenificación de una rebeldía que no llega ni siquiera a lo que pretende, pues la rebeldía política y revolucionaria para ser seria tiene que jugarse algo, algo que implique riesgo propio. Pero los nacionalismos, en estos momentos el catalán, creen que se puede dar un golpe de estado desde el poder, que se puede hacer la revolución desde el poder. Serían más creíbles si renunciaran al poder y lo intentaran desde la calle, sin esconderse en las barricadas de las instituciones y del poder.
Tampoco conduce a ninguna parte afirmar constantemente la voluntad de pacto y el reconocimiento de la necesaria transversalidad, como lo hace el nacionalismo vasco, para exigir blindaje de competencias, relación de igual a igual, una justicia propia, reconocimiento como nación, y continuar con las ventajas de financiación actuales, decir que no a la Constitución -Aitor Esteban en el debate de investidura anterior- pero que se está dispuesto a colaborar si hay pago, en dinero o en especie. Todo esto es un cúmulo de contradicciones que solo puede terminar de nuevo en fracaso y en la melancolía subsiguiente.
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Al final los que reclaman cambios radicales son los anclados en lo de siempre, mientras que los llamados viejos partidos parecen ser los dispuestos a renovar la política.
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