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Instrucciones para un revolucionario emergente

Ha de tener fe en los caudillos revolucionarios, en las normas que sugieren a la militancia y en las primarias que ganan. No confianza ciega pero sí tuerta

Manuel Montero

Jueves, 10 de septiembre 2015, 02:29

Las nuevas circunstancias hacen posible que el revolucionario vocacional, tantos años frustrado, pueda realizar sus ilusiones. Le conviene aprovechar la oportunidad, pues si no cuaja ... a lo mejor no hay otra. Tiene menos enjundia emocional, pero lo mismo vale para el que ha sobrevenido en revolucionario, sea por medrar o para caer en algún lado: de todo ha de haber en la viña del Señor. El empeño no es coser y cantar, pues el revolucionario de partido emergente tiene que sujetarse a unas normas. Ha de cumplir algunas condiciones ideológicas y vitales, así como manejarse con desparpajo y sin complejos en la expresión de cabreo contra el actual estado del Estado e incluso contra todos los anteriores. Que parezca que en su vida no ha hecho otra cosa que despotricar contra la casta, como si siempre hubiese repudiado las injusticias, el poder y los bancos.

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No debe tirar la toalla si en el pasado hubiera cometido un desliz, de apariencia fatal con efecto retroactivo, por haber militado en algún partido burgués tipo PP, desleal a la clase obrera modelo PSOE o meramente flojo como IU, mucho menos si viene con pecado nacionalista, que no deja de ser venial. A todos se los acogerá con alegría, pues nadie sobra a la hora de transformar transversalmente esta sociedad y empoderar al pueblo. En este país el pasado no cuenta excepto para la derecha, que lo arrastrará durante generaciones (si un progre tiene algún antepasado franquista no importa, pero para el de derechas constituye prueba de sus querencias más íntimas, de naturaleza fascista).

Tampoco pasa nada si el aspirante a revolucionario viene defenestrado del partido emisor, aunque haya hecho méritos públicos para la relegación, sea por manifiesta incapacidad, sea por trepismo contumaz. No importa. Un partido revolucionario acogerá siempre la experiencia, máxime si trae más tránsfugas o se lamina al partido hermano a base de pactos asimétricos. Quizás los dirigentes del partido anterior no han sabido valorar a la militancia más valiosa, la transversal y comprometida con los verdaderos intereses populares

Indignado de primera hora, reconvertido o novicio, el revolucionario emergente debe dominar algunos recursos, no sólo la pose encolerizada o el repudio a los políticos corruptos que nos han vendido a Merkel y a la troika. Ha de conocer que nuestra revolución es de cariz diferente a cualquier otra anterior, los nuevos tiempos obligan. Resulta imprescindible echar mano de la fraseología tradicional, que para eso trabajaron Robespierre, Lenin, los sóviets, los estudiantes de mayo del 68, los chinos de la revolución cultural, Fidel, el gran Chávez o Emiliano Zapata. De todos se aprende, pues proporcionan pedigrí y retórica, no todo ha de ser Juego de Tronos. Ahora bien, el neorrevolucionario ha de saber que su revolución no se hace en nombre de un sector social, de la clase obrera por ejemplo, si bien no sobra invocarla, con frases demoledoras del tipo «a los hijos de los obreros nos echan de la universidad».

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Pero el militante emergente no debe confundirse. La de ahora no es una revolución de clase sino moral, de carácter ético. Transversal por tanto. Apenas conlleva la idealización del mundo futuro. Su utopía se mueve entre el minimalismo y el impresionismo de trazo grueso. Lo importante no son las felicidades futuras sino captar injusticias y denunciarlas, no como fallos del sistema sino como el sistema mismo; a nosotros nos van a engañar. Pero que no se diga que no sabemos a dónde vamos. Si eliminamos las injusticias es de cajón que nos saldrá un mundo justo. Tampoco debe admitir el revolucionario que lucha por abstracciones sin comprometerse con clases sociales. Lo hace por el pueblo propiamente dicho. El pueblo revolucionario no es proclive a fragmentarse en grupos, partidos o clases, sino que tiene un sentido innato de la justicia. La misión revolucionaria: sacar las tropelías a la luz y combatir a la casta corrupta que le hace la pascua al pueblo.

Así las cosas, debe rechazar las acusaciones de veletismo ideológico, pues una revolución en nombre de la moral no tiene por qué sujetarse a dogmatismos izquierdistas y su discurso puede ir de aquí para allá, a su albedrío. Sobran especulaciones teóricas y profundidades seudorevolucionarias. Se trata de interpretar al pueblo, colectivo revolucionariamente sin complejidades. De ahí que la prioridad sea repartir estopa repitiendo los lemas con los que el pueblo se identifica: decir casta, antifascismo, deuda ilegítima, tictac, debate abierto, cambio real, transversal, corruptos, empoderamiento

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Si, inmaduro aún, el revolucionario emergente no entiende bien lo de empoderar no ha de preocuparse pues nadie lo ha conseguido todavía. Basta con que imagine la Arcadia feliz gobernada por asambleas vecinales, asambleas de barrio, asambleas sectoriales, plebiscitos asamblearios... El cambio real devolverá la soberanía al pueblo.

En un aspecto el revolucionario emergente debe tener paciencia, sobre todo si es dado a andar por libre. La revolución que nos viene es también libertaria, faltaría más, pero esto no significa indisciplina o el vivalamadre como eje de actuación. Ha de tener fe en los caudillos revolucionarios, en las normas que sugieren a la militancia y en las primarias que ganan. No confianza ciega pero sí tuerta. No hay revolución sin centralismo democrático y, en esta época, sin grandes líderes mediáticos. Se hará pesado el caudillismo, pero esta parte la tiene ya recorrida la emergencia revolucionaria.

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