«La mujer gitana no es como cree la gente»
Tres generaciones de una misma familia de Bilbao analizan la evolución del colectivo: «Hemos avanzado mucho, pero aún queda»
En la foto aparecen tres generaciones de una misma familia gitana de Bilbao, pero habrían podido ser cuatro. Las protagonistas son Soraya Motos, de 55 ... años (y, en efecto, emparentada con el Motos más famoso de España, Pablo); su hija Ana Abigail Vizarraga, de 29, y la hija de esta, Abigail Ara, de 10, todas ellas vinculadas a la asociación Sim Romi. La madre de Soraya, la bisabuela Carmina, ha preferido no participar en el reportaje porque está guardando luto, pero es mencionada una y otra vez por sus descendientes, como modelo ineludible y también como elemento de contraste biográfico.
«La vida de mi madre ha sido durísima. En aquel tiempo, no iban a la escuela y no aprendió a leer ni escribir. Era la mayor de ocho hermanos y trabajó en el campo, en fábricas y en la venta ambulante», resume Soraya. El itinerario de generación en generación tiene una doble vertiente: por un lado, está la incorporación progresiva de las gitanas a una sociedad cada vez más inclusiva, pero de manera paralela se produce un refuerzo de la identidad, una toma de conciencia sobre la cultura propia.
«Yo me enteré de que era gitana en la escuela –sorprende Soraya–. Hasta entonces me había relacionado sobre todo con la familia, y en el colegio me diferenciaba solo por mis coletas, muy largas. Se me quedaban mirando y una niña me dijo que yo era gitana y que los gitanos éramos sucios y robábamos. Fui llorando a preguntarle a mi madre y ella me respondió muy contenta que claro que yo era gitana. Me costó mucho tener amigas, porque nadie quería ver a sus hijas con una gitana. Me decían que, si venía su madre a buscarlas, hiciese como que no las conocía». Su paso por la escuela fue breve, porque pronto tuvo que ayudar a cuidar a sus cinco hermanos pequeños: «Eso me marcó un antes y un después. ¿Mi sueño? Habría sido estudiar para cardióloga».
Para cuando le tocó el turno a su hija Ana Abigail, muchas cosas habían cambiado: ella estudió en la ikastola y llegó al instituto, aunque no lo terminó «por rebeldía» y prefirió meterse a trabajar en una tienda de ropa. «Sí me ha tocado escuchar algunos insultos, lo típico que te decían sobre robar, pero no he vivido eso de no tener amigos payos. Y para mí siempre, desde pequeña, ha sido un orgullo ser gitana. ¡Nos hace mucho mal que un payo nos diga lo de 'no pareces gitana'!». Soraya recuerda que, de cría, Ana Abigail solía llevar a casa a sus compañeras, para hacer los deberes juntas, y después ponían un vídeo de alguna boda gitana, que a las otras niñas les fascinaba.
«Pero aún queda mucho por avanzar –puntualiza Ana Abigail–. A mí, hace solo nueve años, en una inmobiliaria me dijeron que no iban a alquilarme nada porque era gitana. Donde ya veo el gran cambio es en la generación de mi hija... No es que sus amigas payas quieran ser gitanas, pero en cierto modo sí se integran hacia nuestro lado: bailan flamenco, se ponen aros... A través de ella estoy experimentando que hay más inclusión y se nos abren más puertas».
–¿Y tú, Abigail, cómo vives todo esto en la escuela?
–A mí me gusta mucho ser gitana. En mi clase soy la única. En el colegio somos dos y otros dos chicos. Mis amigas son payas...
–¿Y te preguntan a veces por lo que significa ser gitana?
–Me preguntan mucho, ¡estamos siempre hablando de eso!
De mayor, a la pequeña Abigail le gustaría ser abogada o fundar su propia empresa de estética. De momento, nadie en la familia ha llegado a la Universidad, aunque un tío suyo va a empezar ahora el Bachillerato «con notazas». La relación de la cultura gitana con el sistema educativo tardó en ser fluida, una circunstancia que ellas achacan en primer lugar al tradicional nomadismo y, en segundo, a las dificultades de escolarización que afrontaban hace 50 o 60 años: «Entraba un gitano al colegio y muchos padres sacaban a sus hijos», recuerdan. ¿Y ahora? «Estudiar y trabajar refuerza nuestra identidad», responde Soraya. «Cuando hablamos de la economía mi marido y yo, tenemos claro que preferimos privarnos nosotros para que mi hija siga adelante», añade Ana Abigail.
La tía que se marchó a Brasil
Ambas discrepan de la idea de que el pueblo gitano es machista. «La mujer gitana no es como cree la mayoría de la gente, que piensan que está ahí solo para tener hijos y que pide permiso a los hombres para cualquier cosa. ¡Somos la columna de la casa! Cuando las payas no podían trabajar y necesitaban la firma del marido para todo, las gitanas se ganaban su dinero con las cestas de mimbre: mi bisabuela se quedó viuda con siete hijos y no le importaron las leyes, ella resistió con sus cestas. Con las gafas violetas de hoy en día, dime si eso no era feminismo», argumenta Soraya, que evoca también a otra antepasada, la tía Antonia, del barrio de San Francisco. «Le dijo al marido que quería viajar, porque había escuchado que por ahí había dinero, y se marchó a Brasil sin saber leer ni escribir. Estuvo allí trabajando mientras él cuidaba de la casa. ¡Fue un gran ejemplo para otras mujeres!».
Figuras como ella forman parte de esa «historia gitana» que Sim Romi reivindica y trata de rescatar del olvido. «Es que no hay referentes. Ni al hablar de los nazis se suele mencionar a los gitanos que mataron», resume Keila Vizarraga (hija de Soraya, hermana de Ana Abigail y tía de Abigail), que en la asociación enseña a otras mujeres «palabrotas» como empoderamiento o interseccionalidad. «Hemos avanzado muchísimo –concluye–. No tiene nada que ver la vida de mi abuela con la de mi sobrina, pero aún le queda lucha pendiente».
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión