El coche es una maravilla
Para reducir la contaminación se cierra el paso a algunos vehículos. ¿A los más contaminantes? No, a los más viejos
El coche es una maravilla. Al volante uno se siente dueño de su destino, sin horarios ni rutas prefijadas. Favorece, el coche, la improvisación y ... la aventura. Favorece la libertad. Uno puede hacer tiritar a las monedas en el portavasos poniendo a toda pastilla a Iggy Pop o a la Jurado y cantarles los coros a grito pelado. Y uno puede también tener largas y confidenciales conversaciones telefónicas a salvo de cotillas. En dirección opuesta, no hay que soportar tabarras ajenas, las de los homínidos expansivos y pedorros que en el transporte público locutan su intimidad sin pudor ni cautela. Es el coche una prolongación del salón de casa, es la zona de confort de la movilidad. Es un pequeño reino con climatizador.
¿Que contamina? Más contamina Putin, los indios y los chinos, y a ellos nadie les anda tocando la moral. ¿Que es más caro que el transporte público? Yo me gasto el dinero en lo que me da la gana.
Pues están las instituciones bravas con lo de desincentivar el uso del coche. ¿Cómo hacerlo? Lo que en principio dictan los tiempos es abundar en la sensibilización, la concienciación, la buena voluntad y el buenrollismo en general. Coche malo. Que las imposiciones, las prohibiciones y las exigencias son tutelas totalitarias en una sociedad 'wonderful'.
Ya, que te da la risa. Lo de la concienciación. Es como dejar que cada cual decida qué impuestos pagar porque en conciencia debería saber qué porcentaje del sueldo debe compartir para sostener el interés general. O derogar el Código Civil, que menuda custodia pública sobre unas relaciones privadas. O lo del Código Penal, que fija penas como si cada uno, tras un proceso introspectivo y autocrítico, no pudiese determinar qué sanción le corresponde si ha tenido un patinazo.
Pues claro que las administraciones no creen en el buen juicio de la ciudadanía ni en su bondad natural, qué van a creer. Eclipse total de la confianza en el prójimo, el 'homo homini lupus' de Hobbes. Pero es que en este momento de grandes pronunciamientos, de palabras bonitas y de compromisos globales, tendemos más que nunca a la comodidad propia y a buscar el gustito personal. Y como que nos hace falta un empujoncito para hacer lo que hay que hacer.
Pasa esto con lo del coche. Así que asumido el fracaso de las campañas de concienciación, e interiorizado que no hay buena ondita espontánea en términos de movilidad, han llegado las medidas desincentivadoras y restrictivas para los cocheros, que así les llaman en el Ayuntamiento de Bilbao a quienes gustan del vehículo privado. Como, por ejemplo, la zona de bajas emisiones (ZBE). El objetivo es cerrar la puerta a ciertos coches en el centro de la ciudad. ¿A los que generan más emisiones? No, a los más viejos. Se da la circunstancia de que un viejo Clio se queda fuera, pero tiene acceso libre un todoterreno nuevo, más parecido a una tanqueta que a un coche, que suelta gases a chorro gordo.
Con este singular derecho de admisión se penaliza no solo a quienes no pueden cambiar de coche porque el sueldo no les da, sino también a quienes no quieren hacerlo por razones de compromiso ambiental. Sí, porque lo más sostenible ambientalmente hablando es estirar la vida útil de las cosas, evitar la generación innecesaria de basura. Más aún en los coches, elementos en los que una muy buena parte de su impacto ambiental se genera en la fabricación y en el achatarramiento.
Ya ha habido jueces que ven regulero esto de la ZBE tal y como está planteada. Como que restringe un derecho, el derecho a la movilidad, por razón de renta. ¿Está la mayoría de los partidos políticos que se dicen preocupados por la equidad social denunciando con escándalo este cerrojazo en la zona noble de la ciudad a los coches viejos de ciudadanos pobres? Qué va. Es que la ZBE viene con la pegatina colorida de la sostenibilidad. Y la sostenibilidad es buena. Y cada cual está donde tiene que estar, con su media docena de dogmas despachados en cómodos paquetitos. Y el debate político sigue bien encarrilado, discurriendo por la sencilla senda de los eslóganes habituales, al margen de los matices, de las cosas de fondo, de la realidad.
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