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Javier Muñoz
Domingo, 19 de julio 2015, 01:38
Reestructuración. Es la palabra que planea sobre la deuda griega y que Europa se resiste a pronunciar. Para el Gobierno de Syriza justificó la convocatoria del referéndum sobre los recortes y reformas que la UE exigía a cambio de un tercer rescate. Para la canciller alemana Angela Merkel y su ministro Wolfang Schäuble, admitir que Atenas no va a devolver íntegramente lo que debe es un agravio, y un papelón ante la opinión pública. Pero es la realidad. Grecia no saldrá adelante hasta que se modernice y asuma sacrificios, como los demás países rescatados y los que aún no han necesitado un rescate. Pero esa obviedad no se puede mezclar con la evidencia de que nunca responderá de la totalidad de sus préstamos pretéritos. Ha hecho y hará lo posible por evitarlo, como muchos deudores a lo largo de la historia, pero tampoco podría pagarlo todo aunque se lo propusiera. Lo dicen los académicos y lo dice el Fondo Monetario Internacional.
Los primeros que lo saben son los alemanes, a quienes un pool de 21 acreedores, Grecia incluida, les perdonó la mitad de su deuda en 1953 para que reconstruyeran su economía tras la Segunda Guerra Mundial. Tuvieron suerte porque en Estados Unidos había dirigentes que querían escarmentarlos de una vez por todas y convertirlos en una nación de agricultores. Sin embargo, se impuso el miedo a la extinta URSS, que había ocupado parte de Alemania, y gracias a ello el Gobierno de Merkel pudo efectuar el último pago pendiente en 2011, cuando la crisis griega ya estaba en su apogeo. En algo más de medio siglo, Berlín y Atenas habían intercambiado los papeles de acreedor y deudor.
La acusación de que los alemanes fueron colectivamente culpables del nazismo y de la Segunda Guerra Mundial -y del saqueo de Grecia por la Werhmacht- dio paso a la acusación de que los griegos eran colectivamente culpables de la corrupción y el despilfarro de su país. Si algo demostró la condonación parcial de la deuda alemana en 1953 fue que los aliados habían aprendido una lección de la historia. Una lección que era muy reciente, porque Alemania tenía otro capital e intereses pendientes que había sido contraídos antes de la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de las reparaciones del Tratado de Versalles, una cantidad exorbitante, pero nunca del todo aclarada, que los vencedores exigieron a Berlín a partir de 1919, tras haber responsabilizado al kaiser Guillermo II de la Gran Guerra de 1914. El manejo intransigente de ese contencioso por parte de Francia, que sufrió los mayores estragos durante la contienda, unido a la indecisión y confusión del Reino Unido y de Estados Unidos, que eran más moderados en cuanto a sus exigencias, hundió a la sociedad alemana y contribuyó al ascenso del partido nazi.
Las condiciones leoninas impuestas a Berlín durante y después de Versalles (los cabezas cuadradas pagarán, proclamaban los franceses) son uno de los nueve "grandes desastres" que el historiador económico Richard S. Grossman analiza en su libro 'Error' (Ed. Deusto). Para él, las reparaciones fueron un castigo más duro que cualquier otro que se hubiera infligido hasta entonces a un enemigo derrotado (Grossman cita a Polibio para recordar que, ciertamente, Roma arrasó Cartago después de la Tercera Guerra Púnica, pero en las dos guerras anteriores exigió indemnizaciones de 3.200 y 10.000 talentos de plata, unas 90 y 250 toneladas de ese metal precioso, respectivamente, y concedió diez y cincuenta años de plazo para entregarlas).
El dinero reclamado a Alemania después de la Gran Guerra no sólo la desestabilizó política y económicamente (sufrió una hiperinflación y después una depresión y un paro galopantes). También agravó los desórdenes financieros originados durante los años veinte y treinta del siglo pasado por la maraña de empréstitos que flotaban sobre Europa. Francia y Reino Unido necesitaban el dinero de los alemanes para devolver lo que se habían prestado entre sí durante la guerra y lo que Estados Unidos les había prestado a ellos. Ese enredo impidió que Washington presionara a París para que aceptara una condonación a Alemania, ya que ello le hubiera obligado hacer lo mismo con sus préstamos a Francia y al Reino Unido. Nadie se atrevía a perdonar a nadie y en 1933, cuatro años después del crac de Wall Street, todos dejaron de pagar.
Fue un año crucial. Hitler llegó al poder y el recién elegido presidente Franklin D. Roosevelt cerró temporalmente los bancos en su país.
El calendario de pagos y Hitler
Es interesante repasar los efectos del Tratado de Versalles a la luz de lo que ocurre estos días en Atenas. Uno de los motivos por los cuales aquel acuerdo degeneró en una tragedia, como pronosticó el economista John Maynard Keynes en su libro 'Las consecuencias económicas de la paz', fue por el comportamiento de los vencedores de la Gran Guerra. A pesar de que nunca precisaron el dinero que reclamaban a Berlín, insistieron en que la recién creada República de Weimar debía afrontar las reparaciones en su totalidad (fueran las que fueren), aunque todos dudaban de que ello fuera posible.
Cuando Alemania no cumplió con las entregas en especie (en este apartado le pidieron carbón, productos químicos, maquinaria, productos químicos, barcos, vacas lecheras, toros, cerdos, ovejas, yeguas y cabras), Francia ocupó militarmente la región alemana del Ruhr entre 1923 y 1925. Esa humillación y la incertidumbre sobre cuáles eran las obligaciones globales de los alemanes fueron un incentivo para que estos intentaran rehuirlas.
El baile de las reparaciones arrancó en Versalles, donde los vencedores exigieron 20.000 millones de marcos oro (4.700 millones de dólares). Pero sólo era una cifra provisional. En 1921 se estableció un montante de 53.000 millones de dólares que enseguida fue rebajado a 31.000 millones, cantidad que en cualquier caso triplicaba la propuesta del economista John Maynard Keynes (10.000 millones de dólares).
Sin embargo, una cosa eran las cantidades que se proclamaban a bombo y platillo (una paz cartaginesa, denunció Keynes) y otra, en qué plazos se entregaban y en cuánto tiempo. En 1921 se aprobó un calendario que conminaba a Berlín a satisfacer un primer tramo de 11.700 millones de dólares, a razón de 1.000 cada año, pero sobre el resto sólo había vaguedades. Adolf Hitler empezó a enardecer a las masas con sus diatribas contra ese calendario, que en su fuero interno nadie se creía.
De hecho, la Comisión de Reparaciones tuvo que acordar dos reestructuraciones en apenas cinco años. La primera fue el Plan Dawes de 1924, concebido para apuntalar la economía alemana después de la hiperinflación. Se suavizaron los vencimientos más urgentes, se condicionaron otros a que hubiera crecimiento y se convenció a Francia para que se retirara del Ruhr. Berlín recibió un préstamo de 800 millones de dólares recaudado por varios países, y la situación de Alemania mejoró, hasta el punto de que le llovieron préstamos privados estadounidenses.
Pero la posición financiera germana era débil, y los pagos de las reparaciones se acrecentaban cada año, así que los acreedores tuvieron que aprobar otra reestructuración en 1929: el denominado Plan Young. Las medidas paliativas no resolvieron nada. La onda expansiva del crac de 1929 se propagó de Estados Unidos a Europa en forma de crisis bancaria (bancarrota del Creditanstalt austriaco en 1931), y los acreedores tuvieron que conceder a Berlín una moratoria de un año para sus compromisos. Sin embargo, cuando esa moratoria acabó fueron el Reino Unido y Francia los que dejaron de saldar sus deudas con Estados Unidos. En 1933 Hitler arrasó en las elecciones y repudió las obligaciones impuestas desde Versalles. La política de firmeza con las deudas dio como resultado que se dejaron de saldar.
El último euro de aquellas lejanas reparaciones alemanas lo depositó la canciller Merkel casi un siglo después, en 2011. Era lo que quedaba de unos intereses acumulados desde que acabó la Gran Guerra y que Alemania no podía abonar hasta que se reunificara. Lo pudo hacer gracias a la quita de 1953. Estos son los hechos.
Populismo y Reichsbank
La ceremonia de la confusión del periodo de entreguerras sugiere, a la luz de lo que ocurre hoy en Grecia, que tan populista es quien calienta a los electores diciendo que no es necesario respetar las obligaciones contraídas con el acreedor como quien se acaba creyendo, de tanto repetirlo, que un deudor insolvente reintegrará hasta el último euro a base de hundirlo en la miseria.
La acusación al primer ministro griego, Alexis Tsipras, de que ha condenado a sus compatriotas a otra recesión para plantar cara a Bruselas, y todo para salir humillado ante la señora Merkel y el señor Schäuble, palidece ante lo que los dirigentes de la República de Weimar hicieron a comienzos de los años veinte para no doblegarse ante sus acreedores. Destruyeron lisa y llanamente su economía.
Los aliados iniciaron esa demolición al exigir las reparaciones a Alemania, lo que incrementó su déficit presupuestario entre 1920 y 1922. Cuando un año después Francia ocupó el Ruhr para cobrarse los pagos en especie, Berlín subsidió a la población local a fin de que no trabajara para el enemigo, de modo que el déficit se incrementó más.
Alemania tenía entonces un banco central, el Reichsbank, que financió ese déficit. Se dedicó a imprimir marcos y la inflación se disparó a niveles estratosféricos. El coste real de la deuda alemana se reducía, pero a costa de sembrar el caos y la miseria entre la población. En 1920 los precios se multiplicaron por diez respecto a los que había antes de la guerra. En octubre y noviembre de 1922 el Reichsbank emitió billetes de cien billones de marcos.
Después de la derrota de Hitler en 1945, los cigarrillos estadounidenses se utilizaron como dinero en Alemania. Sólo el perdón de los vencedores la ayudó a despegar.
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