La península de oro
Estrellas del rock, herederos de grandes empresas, oligarcas rusos y magnates de internet conviven discretamente en el lugar con el metro cuadrado más caro del mundo: Cap Ferrat, en Francia
borja olaizola
Sábado, 13 de agosto 2016, 02:11
En las listas de las empresas inmobiliarias que suelen dar cuenta de las poblaciones con las viviendas más caras no aparece nunca Cap Ferrat: los ... precios de las casas en este coqueto municipio de la Costa Azul de apenas 2.000 habitantes son tan disparatados que reventarían cualquier estadística y distorsionarían sus análisis. Si por un metro cuadrado se paga en París unos 8.000 euros, en Cap Ferrat es imposible empezar a negociar cualquier operación por menos de 40.000 euros. Y cuando la propiedad merece realmente la pena, la tasación se suele ir a los 100.000 o los 200.000 euros.
A Curt Engelhorn, un nonagenario que es uno de los herederos del fundador del coloso químico Basf, le ofrecieron 500 millones de euros por su villa La Fiorentina y ni siquiera echó un vistazo a la oferta. «Si la propuesta se hubiese acercado a los 750 millones, igual se lo hubiese empezado a pensar», explica a la revista francesa Capital un intermediario que se mueve en el mercado de las grandes transacciones. Esa última cifra hubiese dejado el metro cuadrado por encima de los 300.000 euros, una cantidad prohibitiva incluso para los cánones de Cap Ferrat.
En la pequeña península que se levanta entre Niza y Mónaco rige una divisa vedada al común de los mortales: la que se imprime en las rotativas de Forbes. Solo quienes ocupan un sitio en su lista pueden hacerse con una propiedad en un sitio así. Y a veces ni eso: se dice que la oferta que rechazó el heredero de Basf partía del multimillonario indio Lakshmi Mittal, el mayor productor de acero del mundo, que fracasó en su intento de adquirir una de las propiedades con más solera.
Quien acertó de pleno es Paul Allen, confundador de Microsoft, que compró hace ya 25 años una villa de 2.500 metros cuadrados a un arquitecto por 15 millones de euros. La propiedad, aseguran los tasadores, vale hoy veinte veces más. Allen acude con frecuencia a la Costa Azul y su enorme yate, Octopus, se deja ver fondeado en la vecina bahía de Villafranche-sur-Mer. Es fácil de identificar: con sus 126 metros no hay confusión posible. El magnate de la informática solía ir del barco a la villa en uno de los tres helicópteros de la nave, pero las autoridades municipales le advirtieron que hacía demasiado ruido y desde entonces recurre a un coche. Seguro que sus vecinos se lo agradecen porque si algo caracteriza al promontorio es la tranquilidad.
Las 500 villas que se reparten por Cap Ferrat están comunicadas con el resto del mundo por una red de pequeños caminos salpicados por miles de sensores y cámaras de seguridad de alta definición. La península se puede recorrer a pie por un sendero que rodea todo el litoral. El paseante podrá atisbar de vez en cuando el escorzo de algún casoplón o de su atildado jardín, pero difícilmente se topará con alguno de sus ocupantes. La vida allí recuerda a un régimen de clausura: las casas tienen tal cúmulo de comodidades que sus inquilinos apenas salen de ellas. Un paseo en yate o una escapada a los lujosas tiendas de Montecarlo, a quince kilómetros de distancia, son las únicas excusas que justifican la quiebra de ese principio semimonástico.
Fuera el Kalashnikov
El rey Leopoldo II de Bélgica y la baronesa Beatriz de Rothschild fueron los primeros en instalarse en Cap Ferrat. La presencia de la reina Victoria de Inglaterra en Niza ejerció un efecto llamada que congregó en la Costa Azul a las más relevantes personalidades -y fortunas- de la época. Las casas que levantaron el monarca belga y la acaudalada baronesa pusieron de moda lo que hasta entonces no era más que un áspero promontorio batido por el mistral. En menos de una décadas no quedó una parcela libre. La antigua villa Rothschild, por cierto, pertenece desde 1934 a la Administración francesa y tiene las puertas abiertas a los visitantes.
Hoy apenas quedan aristócratas en Cap Ferrat. La mayor parte de sus 50 villas más exclusivas pertenecen a herederos de viejas familias burguesas -las italianas Ferrero (Nutella) y Mondadori, exdueña de la editorial del mismo nombre- modistos como Hubert de Givenchy, reyes de la publicidad como Maurice Saatchi o estrellas del rock como el bajista de U2 Adam Cleyton. Están también, claro está, oligarcas como el ucraniano Victor Pinchuk, el kazajo Patokh Chodiev o el ruso Leonid Fedun, accionista mayoritario de la petrolera Lukoil y dueño del Spartak de Moscú. El municipio ya les ha advertido que los hombres de seguridad apostados en los muros que rodean sus casas no pueden exhibir un Kalashnikov. Discrétion oblige.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión