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Carta de amor al Akelarre Taberna de Erandio

Carta de amor al Akelarre Taberna de Erandio

Sección en la que periodistas de El Correo recomiendan sus tabernas favoritas

Miércoles, 3 de junio 2020

Hay otros que frecuento en las cercanías, como el fantástico restaurante La Estrella, o el Tú Ke Tú de Josi, cada uno de los cuales merece una carta de amor. Pero el Akelarre Taberna es la caverna en la que me refugio tras los días malos, que suelen abundar, pero también durante los buenos. Es un bar muy chiquitín que tiene la ventaja de estar justo al lado de mi portal y debajo de mi propia casa. Allí se puede desayunar, alargar hasta las cuatro los marianitos del mediodía o liarse a cañas cualquier tarde. Es el sitio donde esperan los colegas a que llegues de currar los viernes, en el que empiezan las primeras rondas o acaban las últimas. Nuestra sede. Un bar con un público fiel, punto de encuentro para la abundante fauna que poblamos estas calles proletarias. Un escaparate de la biodiversidad que atesora nuestro barrio, Altzaga. Un garito donde tienen el gesto de servirte cañas sin alcohol sin que te enteres, para que recuperes la dignidad cuando es necesario. Y en el que nunca falta la conversación y terminas arreglando el mundo con vecinos del pueblo que te sacan medio siglo en plena camaradería.

Muchos de mis sábados de este confinamiento han sido iguales que los pre-Covid. Pero me ha faltado la visita de rigor a mi cuartel de invierno. Benito, el dueño, siempre te saca una sonrisa. Es bonachón, dicharachero y te hace bromas para que te piques. En navidades se disfraza de Olentzero, aunque tampoco le hace falta mucho atavío para parecerse un montón. Hace poco instaló una pecera de angulas en el recinto. Era todo un entretenimiento. Al principio, cuando el nivel del agua estaba muy alto, algunas se suicidaban metiéndose por un tubo que las lanzaba al exterior, pero luego ya no. Llegó a oficiarse algún funeral colectivo para varias de ellas. Las atendía de forma diligente y era muy curioso ver cómo se abalanzaban a devorar las gambas como si no hubiera un mañana mientras te bebías un vino. La clientela ha apadrinado a varias y les ha dado su nombre. Ahora, tanto los peces como las angulas han engordado bastante. A Benito también le gusta coleccionar figuritas de brujas y objetos raros. Me reclamó insistentemente una cartera con la cara de un gato que compré en algún mercadillo de Bangkok. La puso de adorno al lado de la caja.

Benito y sus hijos preparan bocadillos, raciones de pulpo deliciosas, gildas y todo lo necesario para satisfacer a la clientela. Los jueves, cuando hacían pintxo pote, solían ofrecerme bocados vegetarianos, todo un detalle para los que pertenecemos a esta minoría incomprendida. Mi perro es también un fiel cliente, aunque anda algo sobradillo de carnes, ocupa demasiado sitio y suele molestar. Siempre le caen un pintxo o dos como mínimo. Desde sandwiches hasta tortilla o bocadillitos de bonito. A veces, cuando le saco de paseo o regresamos a casa, hace caso omiso y se mete en medio del bar, ladrando a Benito para exigir su ración. Es el único perro del planeta que prefiere estar poteando en vez de salir a husmear rastros de novias. Y Benito, al final, acaba cediendo y dándole avituallamiento en abundancia, mientras le abronca, medio en broma, medio en serio. Cada vez que ve a Benito o a algunos de sus hijos por la calle, se pone todo loco. Por eso, durante los primeros días del confinamiento, esperaba desconcertado fuera del bar. Se le rompió el corazón cuando se dio cuenta que estaba cerrado. También a muchos de nosotros. Ahora, nos hemos vuelto a ver las caras en la terraza, y todos esperamos volver a ocupar nuestras respectivas banquetas en la barra.

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