Rilke.

Cuando el poeta Rilke se convirtió a la religión de la música

Un libro desvela como el autor de las 'Elegías de Duino' pasó de rechazarla a vivirla con gran intensidad

César Coca

Miércoles, 25 de enero 2017, 01:44

Noviembre de 1912. Iglesia mozárabe de San Lucas. Los fieles cantan la Salve a la Virgen de la Esperanza. En los bancos, confundido entre el público, un poeta praguense escucha con atención la pieza que entonan con sus voces nada refinadas algunos de los asistentes al oficio religioso. Durante muchos años, Rainer Maria Rilke no apreció la música. Aún más, la creyó enemiga de la poesía, que a su juicio necesita del silencio. Ya en 1900, escuchando la Misa Solemnis de Beethoven en Berlín comenzó a cambiar de idea.

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Pero será en esa tarde fría en el otoño de Toledo, a unos pocos metros del Tajo, donde el poeta sume su voz a las de los fieles y se sienta como parte integrante de un coro de ángeles en una salmodia que une cielo y tierra. A partir de ese momento, la música ocupará un lugar en su poesía, hasta el extremo de que su última obra se titula 'Sonetos a Orfeo'.

Rilke pertenece a una generación extraordinaria de la literatura europea, la que algún especialista ha denominado como el Espacio de Viena pese a que no pocos de sus autores no pisaran jamás la capital del Imperio Austro-Húngaro. Es la generación de Thomas Mann, Franz Kafka, Robert Musil, Hermann Broch, Robert Walser, James Joyce, Marcel Proust, Georg Trakl, Franz Werfel y algunos más.

Un grupo cuya relación con la música fue dispar. Es muy profunda en el caso de Thomas Mann y Marcel Proust, cuyas obras apelan a partituras y compositores célebres, aunque a veces haya dudas sobre exactamente a qué o quiénes se refieren. O en el de Robert Musil, que teoriza sobre la misma. Es inexistente, como sucede con Kafka, o el vínculo llega por vía marital, como ocurre con Werfel, que contrajo matrimonio con Alma Schindler, que había estado casada con Mahler. Y luego está la caída del caballo de Rilke, que vivió una experiencia con la música como la de Pablo de Tarso camino de Damasco respecto del cristianismo. De esa conversión habla Antonio Pau en 'Rilke y la música' (Ed. Trotta), un volumen que acaba de llegar a las librerías.

Como tantas veces sucede, la asunción de la nueva fe va de la mano de acontecimientos inesperados, de deslumbramientos irrepetibles, o de personas que inician al neófito en los secretos de esta disciplina artística. En el caso de Rilke hubo dos deslumbramientos y unas cuantas personas. De los primeros ya se ha hablado: Berlín y Toledo, la Misa de Beethoven y la Salve a la Virgen de la Esperanza. En cuanto a las personas, el poeta que escribió uno de los versos más hermosos y premonitorios del siglo XX («lo bello no es sino el comienzo de lo terrible») tuvo la ayuda de algunas figuras de enorme relevancia en el siglo.

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La primera, en orden cronológico, es de 1914 posterior por tanto al episodio de Toledo, de manera que el poeta ya estaba infectado por el virus de la música y se debe a la pianista Magda von Hattingberg, con la que tuvo una relación amorosa. Ella se empeñó, literalmente, en introducirlo en la obra de los grandes compositores. Cuando estaba de gira, le enviaba largas cartas en las que le contaba los autores y las obras que tocaba en sus recitales, los intérpretes a los que iba conociendo y la pasión desbordante que sentía por la música. En una de sus misivas de respuesta, Rilke le cuenta cómo en una visita al Museo del Prado, al ver la 'Crucifixión' de El Greco, había anotado en el margen del catálogo del Museo: «Música».

Hattingberg era alumna de Ferruccio Busoni, el pianista y compositor italiano, autor de algunas célebres transcripciones para el teclado de obras de Bach y de un descomunal concierto para piano, orquesta y coro de casi 80 minutos de duración. Busoni y Rilke se vieron unas cuantas veces, el poeta asistió a algún recital de su nuevo amigo y discutieron de música y de arte.

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Busoni

La guerra supuso una separación entre ambos, que solo volverían a verse una única vez en 1919. Durante los años oscuros del conflicto bélico y en la compleja postguerra el poeta tuvo una entrañable amistad con la clavecinista Wanda Landowska, a la que apoyó con su presencia cuando enviudó. Con ella hablaba de arte y la acompañaba en algunos de sus conciertos. Ella le inspiró un bellísimo poema que comienza así: «Anochece. Una marcha lejana. Formadas/ las tropas avanzan delante del parque./ Él alza sus ojos del clave,/ aunque sigue tocando...» Para concluir: «De pronto, todo se borra:/ ella en pie, con esfuerzo se apoya junto a la ventana./ Contiene los raudos latidos de su corazón».

Landowska

Convertido ya a la nueva fe, Rilke asiste a veladas musicales en el castillo de Duino, que da título a una de sus obras fundamentales. En sus últimos años de vida conoce a la violinista Alma Moodie. Con un instrumento que había pertenecido a Fritz Kreisler, la violinista interpretó las sonatas de Bach. «¡Ha sido una grandiosa corona de música!», escribió poco después, aún exultante por una experiencia que debió de tener mucho de religiosa. Cuando dos años después, el 29 de diciembre de 1926, Rilke murió, Alma Moodie fue una de las pocas personas que acompañaron al cortejo fúnebre del poeta.

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