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Asistentes al concierto de New Order se dejan mecer por oleadas de música techno.

Noche de vela en Kobetamendi

El hedonismo del ‘flower power’ se extiende por el recinto del BBK Live a la caída del sol

martín ibarrola

Sábado, 9 de julio 2016, 01:25

Un hombre mendiga en la recta de San Mamés por la que transitan los miles y miles de festivaleros que se dirigen a Kobetamendi, donde trasnocharán con los conciertos del BBK Live. Vino a Bilbao desde Polonia y ha aprendido castellano en poco más de un año. Se muestra comprensivo con los jóvenes, que apenas le han dejado dos euros en monedas, «aunque, la verdad, ya podían darme un cigarro», se encoge de hombros. El conductor de autobús que se encarga de subir a las cuadrillas ha perdido la cuenta de los viajes que lleva: «tengo un descanso de nueve a una, y luego trabajo hasta las cinco», sonríe cansado. Cada hora transporta miles de conversaciones que se olvidan entre las risas y los tarareos de canciones que escucharán esa misma noche. El autobús deja a los rockeros al pie de una cuesta donde un hombre, que no parece de la organización del BBK Live, vende latas a 1.50¤ en un contenedor cilíndrico.

La noche ha comenzado a oscurecer las campas colindantes, donde grupos de jóvenes consumen sus propias mezclas y potingues. Saben que dentro del recinto a los cubatas los llaman Mixed Drinks y valen 8¤ por vaso. En plena euforia, un joven contable reconoce que lo que más le gusta del BBK Live es beber. Otro amigo le corrige y le recuerda que esa noche tocará New Order. Comparten un brebaje que bautizan como «elixir»: vodka, licor de manzana, redbull de marca blanca y un aroma a kas de limón.

El guarda que se encarga de vigilar las colas no cree que el alcohol sea un problema en este festival. «Son muy cívicos. Es mi primer servicio en el BBK, pero veo que aquí vienen por la música y a pasarlo bien. No buscan bronca». Los asistentes únicamente pueden entrar con botellas de 33centilitros de agua sin tapón y, en ningún caso, con palos selfies, «que no deja de ser un arma», explica.

Una vez dentro, dos amigos acaban de escapar de la zona VIP. «Nos hemos sentido fuera de lugar. Vivir un concierto desde ahí no merece. Es como si estuvieras en otra parte». Este reservado respira una atmósfera menos cargada y eufórica que en el resto del festival. Los baños huelen a vainilla, tienen cisterna y espejos, y hay macetas con plantas en las mesas. Asomados a la barandilla, los VIP observan las grandes migraciones s que se trasladan del concierto de M83 al escenario dos.

«Al menos escucho música»

Avanzando a contracorriente, una DJ madrileña tira del carrito de cervezas Beerrapid y atiende a los más sedientos. «Siempre hay algunos que me vienen e intentan que les rebaje los precios, pero en el fondo ya saben que no van a conseguir nada», se ríe. Ella, como sus compañeros, tiene una hora de entrada, pero no de salida. «Las condiciones no son las mejores, aunque al menos escucho música mientras trabajo». Entonces confiesa un placer discreto: al acabar el turno, paladea un cigarrillo mientras suenan los últimos bolos de la jornada. Curiosamente, un filólogo vasco se sorprende por la poca gente que ha visto fumando. «No hay nubes de tabaco», añora nostálgicamente, y no encuentra una respuesta: «no me creo que seamos tan sanos».

En el concierto de New Order, una niña baila al ritmo de la banda de Manchester sobre los hombros de su padre. Levanta las manos y arenga al público de alrededor, que la sigue y corea como a una estrella del rock. La niña sigue con la mirada un globo de helio que alguien ha dejado escapar y que desaparece en el cielo alumbrado. Bastantes metros por delante, donde la psicodelia es mucho mayor y los sintetizadores y las pantallas alucinadas desbordan al púbico, un condón hinchado rebota de mano en mano y un chico alto grita desafinando: «¡Que pongan la canción del Fifa!».

Entre concierto y concierto, los turistas del rock desembarcan hacia los innumerables puestos que salpican el festival. Barras, karaokes, tiendas de vinilos, futbolines, concurso de baile, mesas de merendero... A pesar de la sobredosis de camisetas de Joy Division, el tendero del merchandising musical hace recuento y asegura que la prenda que más se ha vendido es la gris del BBK Live; «también es la más barata», reconoce.

Camellos educados

Un joven francés que estudió filosofía y política en Londres insiste con pedantería en que el ambiente lo es todo, pero confiesa que le gustaría conocer más músicos. Hay que decir que tampoco parece demasiado afectado por esta carencia: «después iré a Barcelona con unos amigos». Un compañero suyo se alegra de que no hubiera demasiadas chicas con florecillas en la cabeza -«el BBK Live no se ha vuelto tan indie todavía»- y se sorprende de que, incluso cuando le ofrecen drogas, lo hagan de manera educada.

A las tres de la mañana, los barrenderos están a punto de acabar su turno. «En serio, aquí tengo déjà vu: veo seis millones de vasos, los quito y al de media hora, en el mismo sitio, veo otros seis millones de vasos». El operario se compadece pensando que verá a los Pixies.

La noche sigue en el escenario Basoa. Los DJs convulsionan a un público que a las cinco de la mañana no muestra síntomas de cansancio y se pasea del bosque a la carpa con cervezas en la mano, caretas de unicornio y camisetas sin mangas. Muchos de los presentes compartirían la confesión de Philip Seymur Hofman en una de sus últimas películas, «me temo que estos son los mejores días de nuestras vidas».

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