Maravillosos artistas pero no buenas personas
Wilhelm Furtwängler tuvo un comportamiento más que dudoso durante el nazismo y Jacqueline du Pré era una tirana que destrozó la vida de su familia
César Coca
Sábado, 30 de enero 2016, 22:17
Los artistas del pasado tenían más glamur. Los rodeaba un aura de misterio que los hacía fascinantes a los ojos de los aficionados. No había ... entonces el flujo de información que hoy existe y era más sencillo crearse una imagen carente de zonas oscuras. Sobre todo en la música, la más espiritual de las artes porque trabaja con algo inmaterial: el sonido. Algunos intérpretes célebres, cuya calidad nadie pone en duda, tuvieron un éxito aún mayor a la hora de diseñar una proyección de sí mismos que ha pasado a la posteridad: ahí están como víctimas resignadas y dolientes de una terrible enfermedad o como héroes que hicieron frente a dictadores. Y no hubo tanto de eso. Incluso en algún caso no hubo nada. Con ustedes, la otra verdad, mucho menos edificante o glamurosa, de Wilhelm Furtwängler y Jacqueline du Pré. Otro día hablaremos de más artistas porque esto no acaba aquí.
Wilhelm Furtwängler (Berlín, 1886; Baden-Baden, 1954). Uno de los directores más carismáticos del siglo XX. Su estilo con la batuta era tosco, pero transmitía energía y reforzaba tanto los contrastes que llevaba al máximo la tensión e incluso la violencia latente en algunas partituras. Se ha hablado mucho de esa escena en la que se limpia la mano tras saludar a Goebbels. Salió bien parado del proceso de desnazificación posterior al final de la guerra y se ganó el apoyo de algunos ilustres instrumentistas, como Yehudi Menuhin, que antes se habían alejado de él. Sin embargo, otros muchos no le perdonaron nunca que siguiera dirigiendo en Alemania hasta poco antes de la caída del Reich. De hecho, salió del país rumbo a Suiza solo después de que Albert Speer la confesara que Alemania no tenía posibilidad alguna de ganar la guerra y le recomendara huir. No solo eso. También se puso al frente de la Filarmónica de Berlín en ocasiones tan poco relevantes artísticamente como cumpleaños de Hitler.
Los argumentos que dio en el proceso posterior al fin de la guerra para explicar su actitud no pueden ser más endebles. Por ejemplo: «Yo sabía que Alemania se encontraba en una terrible crisis; me sentía responsable por la música alemana, y que era mi misión el sobrevivir a esta crisis, del modo que se pudiera. La preocupación de que mi arte fuera mal usado como propaganda ha de ceder a la gran preocupación de que la música alemana debía ser preservada, que la música debía ser ofrecida al pueblo alemán por sus propios músicos».
¿De verdad pensaba Furtwängler que era más importante que el pueblo alemán recibiera la música alemana por lo visto, no le preocupaba la francesa, la italiana o la rusa interpretada por sus propios músicos que oponerse a un Gobierno que hizo del genocidio una disciplina científica? Y cuando hablaba de músicos alemanes, ¿por qué no incluía a los alemanes judíos? Porque su orquesta sufrió una importantísima depuración incluso antes de empezar la guerra. En ese discurso, también citó al autor de La montaña mágica en vano cuando dijo lo siguiente: «¿Acaso Thomas Mann realmente cree que en la Alemania de Himmler a uno no le debería ser permitido tocar a Beethoven?» El escritor, que había recibido el premio Nobel en 1929 y que no condenó de forma tajante el nazismo hasta 1936, utilizó luego su fama para arremeter con dureza extraordinaria contra el régimen y mover a la opinión pública de EE UU, donde residía, inicialmente ajena a cuanto sucedía en Europa.
Concierto de cumpleaños de Hitler, 20 de abril de 1942. Furtwängler dirige la Filarmónica de Berlín.
Furtwängler pudo haber salido de Alemania como hicieron Klemperer o Kleiber. Pudo haberse convertido en un icono de la lucha contra el fascismo, como Toscanini. Pero no lo hizo. Y aunque parece cierto que salvó a algunos músicos de la muerte, también lo es que criticó el control que esos mismos judíos ejercían sobre algunos medios de comunicación. De esa manera, avaló indirectamente la idea central del nazismo sobre de la responsabilidad de los judíos en todos los males que aquejaban al país. ¿Plantó cara al nazismo como dicen las versiones más edulcoradas de su biografía? Pues más bien poco.
Violonchelo doliente
Jacqueline du Pré (Oxford, 1945; Londres, 1987). La historia de la terrible enfermedad (esclerosis múltiple) que le diagnosticaron con solo 27 años ha añadido un aura de sufrimiento y resignación a su magnífico legado como intérprete del violonchelo. La imagen se completa con una boda con Daniel Barenboim en Israel durante la Guerra de los Seis Días, incluida su conversión al judaísmo. De sus últimos años se sabe de los terribles tratamientos a un lado y otro del Atlántico, próximos a la tortura en algunos casos, e inútiles finalmente. Se dice también que ya cerca de la muerte quería escuchar la grabación del concierto de Elgar que había hecho con John Barbirolli (lo grabó una segunda vez con Barenboim de director, pero el resultado es inferior).
Hasta ahí un mito de inequívoco aroma romántico... que ocultaba aspectos de la personalidad y la vida de la chelista mucho menos positivos. Lo han contado sus hermanos Hillary y Piers: Jackie, así la llamaban todos, tuvo todos los problemas de los niños prodigio. Su integración en la escuela fue muy mala, su egocentrismo no conocía límites ni tampoco sus caprichos, y allá donde estaba tenía que ser la estrella pese a que fuera de la música su preparación era similar a la de un alumno de la ESO.
Ya en la adolescencia se acostumbró a manipular a todos los hombres que la rodeaban. Eso incluía a profesores y compañeros, solteros y casados, jóvenes y maduros. Algunos atribuyen su voracidad a un penoso episodio del que fue víctima: una violación mientras se encontraba siguiendo unas clases en Moscú. Sea como fuere, parecía haber encontrado el Amor, así con mayúscula, en otro genio infantil: Daniel Barenboim. Eran muy distintos físicamente ella, alta, huesuda, pelirroja; él, bajo, moreno, de pelo rizado pero compartían una pasión sin límites por la música. Su relación parecía escrita por un guionista de Hollywood y bendecida por la generación completa de talentos de la interpretación a la que ambos pertenecían.
Jacqueline du Pré, con Pinchas Zuckerman (violín)_y Daniel Barenboim, tocando un fragmento del Trío op. 70 Nº 1 de Beethoven
Pero los problemas de pareja no tardaron en llegar, y con ellos la depresión. Du Pré, que desde los inicios de su carrera se había acostumbrado a cancelar conciertos cuando estaba cansada o no le apetecía demasiado tocar, se convirtió en un tormento para los promotores que vivían en un permanente ataque de nervios hasta que la chelista aparecía en el escenario. Durante una temporada, dejó su casa y se fue a vivir a la de su hermana. La frase debe entenderse en el más amplio de sus sentidos, porque, como Hillary contó luego, Jackie se llevó a su alcoba muchas noches al esposo de la hermana que creía estar viviendo en la edad adulta las humillaciones y desplantes sufridos en la infancia. Los sobrinos de la artista dirían más tarde que fue su padre quien tomó la iniciativa pero en cualquier caso está confirmada la relación.
En sus últimos años (murió con 42), espantaba a las visitas. Cuando esperaban ver a la artista resignada, encontraban a una mujer que recibía a amigos y colegas con procacidades de todo tipo. Daniel Barenboim iba a estar con ella cada vez que tenía un concierto en Londres y guardaba silencio sore lo que sucedía en la habitación donde estaba recluida. Él vivía con Elena Bashkírova con quien se casó en 1988, meses después de la muerte de Du Pré. Para entonces, ya tenían dos hijos. De la chelista es mejor quedarse solo con la magia de sus grabaciones.
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