Tienen algo de inquietante. Quizá porque vienen a ser un limbo entre la tierra y el cielo. Breve, cosa de segundos o minutos. Aunque a ... veces alguno nos parezca eterno. He conocido muchos. Como los del Empire State, a los que se accede al dejar atrás el mármol negro de Markina. O los de la Torre Eiffel, que te llevan directo hasta las nubes de París. No me olvido de aquellos a los que no subí, pero de alguna manera lo hice.
Como el testigo de los viajes, arriba y abajo, de Lemmon y Maclaine en el rascacielos de la Consolidated Life. Mucho se habla del apartamento, pero todo arrancó en el ascensor. Porque ellos guardan muchos secretos. Al fin y al cabo llevan infinitas vidas en su interior. Por eso lamento la situación de uno de los nuestros.
El ascensor de Begoña. No está pasando su mejor momento. Vive parado en el piso de la incertidumbre. Sin saber si volverá a funcionar. A subir y bajar. Lo que nos anima a recordar su historia. La de un elevador de almas nacido en nuestra cruda postguerra.
Arrancaba la década de los 40 del siglo XX cuando se decidió acondicionar el viejo centro de la villa. En concreto, lugares como la zona de Unamuno, Artekale y la entrada a la Plaza Nueva. Fue entonces cuando la familia Aranguren encargó al arquitecto Rafael Fontán que hiciera algo similar a lo creado por Emiliano Amann en Solokoetxe, unos años antes. Fontán dejó, antes y después, huella en nuestra capital. Sin ir más lejos, el Colegio de la Pureza. Así que era buena apuesta. Pero lo querían más imponente. Y lo hizo. El 31 de julio de 1947 se convertía en realidad, uniendo los barrios altos con las Siete Calles. Su impactante estructura de hormigón, que alcanzaba los 55 metros, era visible desde muchos lugares del Botxo. Eso hizo que desde el primer día formara parte del habitual paisaje bilbaino. Tenía una pasarela en lo alto con unos ventanales en los lados que provocaban la parada en seco de más de un pasajero.
Varios parones
Mirar Bilbao desde allí arriba venía a ser una experiencia casi mística. Hablo en pasado porque, como saben, está en letargo. Han sido varios los parones. El último en 2014. El 8 de julio de ese año dejaba de funcionar. Eran las 11 de la noche. Y de esa silenciosa forma el resto de los amaneceres dejaron de ser una sorpresa. Solo el polvo entraba en su interior.
Mientras tanto, empresa y administración se enfrascaban en una larga ristra de juicios que han engordado su deuda y agrandado las dudas. De hecho, se ha convertido en una patata caliente pasada de un gobierno autonómico a otro municipal. Y cuanto más tarda en llegar el acuerdo, más crece la paradoja de un ascensor que ni sube ni baja. Pero gasta. Parece que ya hay algo de luz en el horizonte. Que podría haber solución. Pero los vecinos, usuarios y amigos del patrimonio no se fían. Ocho años sin actividad son demasiados. Dan para que la zona se abone a la suciedad, al abandono y a una cierta sensación de inseguridad. Pero, sobre todo, invita a la desazón vecinal. Los paisanos de la parte alta se sienten olvidados por los mandatarios de la baja. Cierto que hay otros ascensores. Y que parte del desuso del que hoy hablamos tiene que ver con ellos. Pero es más que un elevador.
Recuerda a los decorados de la Metrópolis de Fritz Lang. De un futuro extraño. Y, además, tiene ese embrujo de todo aquello que suena a balcón o atalaya. A aquello tan nuestro de cómo se verá Bilbao sin mí. Cierto que no todos son gratos recuerdos. Hubo sus desencuentros, agresiones y hasta alguna desagradable reyerta. Pero no se engañen. No hay rincón en el mundo limpio de vergüenzas. Además, pocos lugares tienen el privilegio de llegar hasta nuestra Amatxu. No es el cielo, pero se le acerca. Por eso estas sentidas líneas. Y por eso la pena. Verlo parado es verlo morir. Y, con él, parte de lo quefuimos.
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