Pedagogía banzai
Con tanto casco, los padres se alejan del gran objetivo educativo: preparar esas neuronas para lo que les espera
Pablo Martínez Zarracina
Lunes, 12 de septiembre 2016, 00:56
Hubo un tiempo en que los columpios eran una tabla unida a una estructura metálica por dos cadenas endebles. Sin más. No había en ellos polietileno, ni aceros galvanizados, ni mecanismos de seguridad. En aquel tiempo, no era difícil llegar a un parque y localizar los columpios. Quedaban siempre al lado de los yonquis. Aquellos columpios respondían a un infalible patrón precario. Estaban siempre oxidados.
La mayoría de las veces además estaban rotos. Lo paradójico es que, pese a ello, estaban siempre en uso. Por motivos que imagino relacionados con la alta natalidad y un estilo educativo que favorecía el exilio doméstico a partir de los seis años, la demanda de columpios era altísima. Cuando quedaba uno libre, oleadas de niños se precipitaban hacia él como si no hubiese un mañana. Eran carreras desesperadas y salvajes en las que proliferaban los gritos, los llantos, la violencia. Años después, los mismos niños correrían del mismo modo hacia las ofertas de empleo público.
Tras conseguir un columpio, lo que se hacía era siempre lo mismo: forzarlo hasta más allá de lo razonable. Recuerdo bien el protocolo suicida. Agarrabas las cadenas, caminabas hacia atrás hasta colocarte la tabla en la espalda. Después, bastaba un saltito para sentarte en el columpio e iniciar una rutina de autopropulsión consistente en estirar y encoger las piernas, al principio con cadencia, después con energía, luego con ferocidad, al poco rato ya entre puras convulsiones.
Cuando el columpio alcanzaba una altura disparatada y se oían crujir sus engranajes, cuando tu visión era ya una distorsión alucinada, un veloz vaivén psicodélico, cuando notabas que tu nuca alcanzaba la paralela con el suelo y tus pies parecían a punto de chutar el mismo sol, entonces, justo entonces, lo que hacías, como es lógico, era soltarte.
Y salías volando, dejando tras de ti tu propio aullido temerario, un grito salvaje que quizá pudiese revertir las leyes gravitatorias.
Pero no: a los tres o cuatro segundos caías contra el suelo, qué remedio. Lo hacías de cualquier modo, destrozándote las rodillas y los codos, impactando contra las piedras, rodando sobre la gravilla, colisionando con los yonquis.
Señalemos que en aquel tiempo el suelo de los parques no era de goma acolchada hipoalergénica, ni había sido testado por varios equipos de ingenieros pedagógicos, ni contaba con las máximas calificaciones de seguridad expendidas por Bruselas. El suelo era solo el suelo: el lugar contra el que chocaban las cabezas de los niños. El lado bueno era que, tras el autolanzamiento espacial con el columpio, la rudeza de la pista de aterrizaje servía para que quedase marcado con sangre el salto más largo de la tarde. Durante unos segundos, aquel récord se festejaría como lo nunca visto en la civilización infantil del descampado.
Creo que me he acordado de todo esto leyendo a Joan Didion. La autora americana habla en Noches azules del «abandono benigno» al que los padres sometían antes a sus hijos, cuando de un modo automático e inconsciente, sin levantar apenas la vista del periódico, podían darles permiso para bajar en bici el Cañón del Colorado. «Ahora medimos el ser buen padre como el grado en que conseguimos mantener a nuestros hijos vigilados, atados y encadenados a nosotros», escribe Didion.
Sí que ha cambiado todo. Lo que no sé es si puede acusarse a los padres de entonces de dejadez. Igual es justo lo contrario. De aquella manera nuestra de utilizar los columpios queda un rastro de insensatez y gusto por la épica a nivel usuario, una predisposición loca a insistir en la hecatombe. También, por supuesto, un historial abundante de golpes en la cabeza. Creo que ahora lo entiendo. Y me maravillo. Qué finos anduvieron nuestros padres. Qué manera de prepararnos para otra campaña electoral.