El fútbol se decide en las porterías. El boom del tiquitaca no puede ocultar lo evidente. Los niños sueñan con ser porteros o goleadores. Por ... lo menos en Bilbao. Iribar y Zarra encabezan el santoral rojiblanco, en el que reinan también extremos centelleantes (Gaínza o Rojo), finos estilistas (Panizo o Sarabia) y, por supuesto, leones humanos desmelenados (Belauste o Goiko). Pero no es por casualidad que el trofeo al máximo goleador de la Liga se llame Pichichi. Y que el que premia al mejor artillero seleccionable lleve el nombre de la cabeza más importante de la Europa de la postguerra, con permiso de Sir Winston Churchill. Aritz Aduriz recogía esta semana el trofeo Telmo Zarra en Madrid. El premio, siendo importante, no refleja la trascendencia de su aportación al fútbol de su equipo.
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Hace años que bauticé al marine del Antiguo como a un Benjamin Button en pantalón corto, ya que como el personaje de la deliciosa novela de Francis Scott Fitzgerald parece vivir una suerte de rejuvenecimiento milagroso. La posterior versión cinematográfica, protagonizada por Brad Pitt, popularizó esta historia y aparecieron varios padres del apelativo. No importa. No aspiramos a cobrar el copyright. Solo a seguir disfrutando con el milagro de los panes y los goles de un hombre que convierte en oro todo lo que toca. El insigne pensador uruguayo Eduardo Galeano (con el que compartí una velada memorable poco antes de su muerte) definía al gol como «el orgasmo del fútbol». Pues Aduriz es nuestro Nacho Vidal, con perdón. El gol es, como el orgasmo, cada vez más infrecuente en la vida moderna. No aquí. No es una bilbainada. Es Aduriz. Cuando salta, asciende en el aire como si el aire fuese una escalera. Así definía Galeano al gran Pelé. ¡Cómo olvidar aquel gol a Albertosi en la memorable final del 70! En el Azteca, O Rei se elevó hasta el cielo, desafiando a las leyes de la gravedad, como haría años después en los parquets de medio mundo otro dios de ébano, Michael Jordan.
Aduriz es un prodigio de la naturaleza que se alimenta de la diversión que le produce competir, que se aprovecha de una genética privilegiada, y cuya gasolina son la ambición y el orgullo. No es de extrañar que le disparen con bala. En el campo y fuera. Ladran, luego sigue cabalgando. Y goleando. Nosotros también sufrimos con la ingravidez de Santillana, las acrobacias letales de Hugo Sánchez o los latigazos raciales del gran Jesús Mari Satrustegi. Aduriz tiene un poco de todos ellos. Ataca por tierra, mar y aire. Por ello muchos de sus goles pueden entrar en el Hall of Fame de los mejores de la Liga. Como los de Zico, del que se decía que marcaba goles tan bellos que hasta los ciegos suspiraban porque se los contaran. Pero, por encima de todo, son decisivos. ¿Qué hubiera sido del Athletic tras el culebrón Llorente y su frustrante desenlace sin la aportación del donostiarra? Solo el cielo lo sabe. Pero muchos lo imaginamos.
Es humano y políticamente correcto que el futbolista huya de cualquier alusión a la adurizdependencia del equipo. Por respeto a sus compañeros y porque es una presión excesiva e injusta pretender que siempre sea el mismo quien nos saque de los atascos. Ahora, la explosión de Iñaki Williams y la llegada de un Raúl García convertido en su hermano de armas en el campo, le han liberado del peso de esa púrpura. Tiene además tras de sí a un grupo de jugadores que conforman el mejor bloque en rojo y blanco de los últimos tiempos. Amante de los retos y los desafíos deportivos, Aritz Aduriz pasará a la historia de nuestro Athletic como uno de los más grandes. Su perseverancia ante los reveses que le obligaron a hacer las maletas en dos ocasiones, y su reconocida militancia rojiblanca, acudiendo a la llamada de la causa en cada ocasión, también suma. Atrás quedan dos décadas batallando por esos campos de Dios (Aurrera, Bilbao Athletic, Burgos, Valladolid, Mallorca, Valencia), celebrando más de 200 goles y disfrutando como lo que es. Un niño de 35 tacos. Por delante, lo que él quiera. El infinito, y más allá. Zorionak, león.
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