Lleva días como Trump cuando le llevan la contraria. «¿Qué se puede hacer hasta las 8 de la mañana?», ruge a los vientos tras confirmar ... la hora a la que llegó su hija. Siempre hay un lugar con txosna, música y pañuelo al cuello. Por eso teme lo que está por venir. Aste Nagusia. «Encima este año pilla pronto y va a estar sola hasta el jueves», grita, como un último intento para que la madre claudique y adelanten la vuelta.
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El lugar de veraneo está cerca, pero cuando los críos se van parece que caiga más allá de Mordor. Y como uno es puñetero, además no tiene hijos, lanza la pregunta retórica. ¿No recuerdas cómo éramos a su edad? Entonces baja sus ojos cual niño pillado en trampa y regresa a la Semana Grande de los 80. A las fiestas de una generación que hoy tiene colesterol malo, tensión alta y ha pasado del cubata al Gintónic porque la Coca-cola no le deja dormir. Resumiendo, muchos de ustedes y yo.
Un agosto cualquiera de los 80. El chupinazo es tan sobrio que podría salir en el NODO y no desentonar. A cambio no sufrimos la estúpida lluvia de harina, huevos y vino que hoy algunos consideran graciosa. Hay tres tipos de fiesteros. Por un lado la gente comparsera, que se desloma desde mucho antes. Ven al resto como advenedizos. Fui uno de ellos en los tiempos de Txirlari y en Txomin Barullo Irratia, así que no estoy para dar lecciones. A su lado vemos otros dos grupos. Quienes arrancan el primer fin de semana, o lo más tardar el lunes, y quien lo hace a partir del jueves.
El padre de esta historia era de los segundos. Solía embarcar con su cuadrilla en la desaparecida Goleta de Ibáñez de Bilbao. A media tarde la fiesta no llegaba más allá de los puentes. Podían quedar sin apreturas. Desde allí bajaban a las txosnas del Arenal. El senderismo de barra y los katxis tenían su intermedio a la hora de los fuegos. Bocata de lo que quedara y, tras la traca, ascensión a La Granja. Entraban por la Plaza Circular y salían por la puerta trasera. Antes dos rondas y vaciado vejiga, tras hacer fila en los baños vigilados por las sufridas limpiadoras hartas de nuestra falta de puntería.
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Ledesma a tope y, a cierta hora, todos al Iruña. Baile sin fronteras. Dentro y en Jardines de Albia. Rara era la noche en la que no se despelotara alguien. Todos los días de gaupasa, hasta ese instante en que no sabes si es hoy o mañana. Momento para un chocolate con churros en el Amaia o en otro templo madrugador. Queda la sokamuturra. Primero delante de las vaquillas, después tras las vallas. Metáfora perfecta de lo que pasará. Con los años se muestran menos osados, más tranquilos. Quedan en hoteles y en restaurantes con terraza. Una parte va a los toros y la otra aguarda la bajada de las conparsas tomando algo. Pero sentados. Y así pasaron las décadas. Ahora no están en el arranque. Cada cual se incorpora según vacaciones, puede o le dejan. Más teatro y monologuistas que concierto apretado. Quedan para comer porque si cenan mucho duermen mal. Y se engañan asegurando que las fiestas ya no son lo que eran. Puede. Lo único seguro es que ellos no son los mismos. Ni ustedes. Ni yo. La única que resiste es Marijaia. El resto somos reos del tiempo. Es lo que le digo a mi amigo. Que también hacíamos gaupasas y que no íbamos de museos ni hablábamos de filosofía bajo un árbol con la chica que habíamos conocido, mientras al fondo arrancaba la guerra de las banderas. Nunca fuimos santos. «Eso es lo que me preocupa. Que sé cómo es la noche de estas fiestas», murmura mi amigo con gesto de padre atormentado. Y me quedo sin argumentos.
Hemos quedado para comer el jueves. Cuando él llegue a Bilbao sin haber dormido una sola noche pensando en dónde estará la cría. Es ley de vida. Ahora entiendo por qué Marijaia no tiene hijos.
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