Ferias, balnearios, campamentos y trastadas: los veranos de los albiazules antes de ser futbolistas
EL CORREO en el 'stage' del Alavés ·
Los jugadores del Alavés recuerdan desde su intensa concentración en Girona aquellas vacaciones que exprimían cuando no eran profesionalesHay veranos que cambian vidas. Antonio Blanco quería ser piloto de motocross y, de repente, estaba en la cantera del Real Madrid. «Ahí ya nada. ... Alguna vez cogía la minimoto a escondidas de mi padre, pero poco», recuerda. Dice que en su pueblo, Montalbán de Córdoba, le recuerdan mucho más dando saltos con la bici que patadas al balón. Hasta convertirse en internacional por el país de nacimiento de sus padres, Moussa Diarra sólo había estado una vez en Mali. «Si vuelves desde Francia, te ven como un príncipe. Y solo tenía ocho años. Si encima eres futbolista... te tratan como al presidente. No me gusta. No es como la primera vez», se sincera.
Carlos Vicente vivió sus mejores veranos con gente que ahora no sería capaz de reconocer. «Los campamentos en los Pirineos con mi hermano era donde mejor me lo pasaba. Éramos unos liantes». O Nahuel Tenaglia, que no olvida el torneo que jugó con el hijo del exalbiazul Martín Palermo en el balneario de Mar del Plata donde veraneaba con su familia. Estíos corrientes, de escuchar eso de 'todavía no te bañes, que tienes que hacer la digestión' o 'a ver si hoy venimos pronto', antes de ser profesionales.
Entre sesión y sesión de pretemporada, ayer condicionadas por las fuertes rachas de viento, por la cabeza de los futbolistas del Alavés aparecen algunos de esos recuerdos que marcaron su adolescencia. «Algunos no se pueden contar», advierte el extremo zaragozano con raíces en Salamanca. «Hasta los 7 años nos llevaban a Morille, un pueblo muy pequeño en el que mi abuela (materna) se pasa allí cinco meses pero yo desde entonces no he vuelto». Los campamentos y vacaciones en lugares costeros le hicieron no echar en falta esa vida rural que otros le contaban.
«El pueblo ya son como unos campamentos en sí», le expresa Blanco. «Me despertaba y ya estaba sacando la bici de casa y a buscar a mis amigos». Eran niños ignífugos. «Haría 40 grados, pero como si hacía 50. Ni te enterabas». A veces sus padres le llevaban una semana a la costa de Málaga. «La playa me gusta, pero con los colegas me lo pasaba mejor». Con uno, compartía una pillería. «Nos dedicábamos a robar los tapones de hierro de los coches y los poníamos en las bicicletas. Mi amigo tiene aún en casa un bote lleno», relata el mediocentro con cara de niño bueno.
«Yo y mi hermano éramos muchísimo más liantes que tú fijo», le replica Vicente, siempre en pack con su gemelo, David. «Mi padre estaba hasta las narices de tantos problemas que le dábamos. Nunca estábamos quietos. Cuando íbamos a la playa, jugábamos al fútbol americano en la arena, nos inventábamos olimpiadas, hacíamos lo de surfear las olas pero sin tabla, saltábamos, corríamos... Bueno, la gente de al lado se quedaba flipando. Y éramos unos picaos. Por eso somos ahora tan competidores», narra el maño.
Con el salto al instituto, llegaron los campamentos en los Pirineos. Diez o doce días en tiendas de campaña. Pura fantasía para los Vicente, un viacrucis para las profesores. «Nos sacaban una hora de la tienda por la noche y teníamos que quedarnos de pie. Les dábamos mucha guerra. Éramos dos y cundíamos, ¿eh? Encima no teníamos vergüenza para nada». Una vez acabado el bachillerato, viaje a Salou a celebrarlo, y a la cantera del Zaragoza, cuando las pretemporadas se zamparon su energía.
El fútbol apenas le ha dejado a Antonio Blanco disfrutar de las fiestas de su pueblo. «Son en agosto y claro... Antes era pequeño y luego siempre tenía fútbol». Pero hubo una excepción. La convocatoria de la selección que en 2023 le privó de jugar en el play off de ascenso contra el Levante años antes, con la sub-19, le permitió retrasar su vuelta a Madrid y estar en la feria de Montalbán de Córdoba. «No es como la de Sevilla o Málaga. Allí lo llamamos el barro, que mola más. No hay que ir en traje ni corbata ni 'na'», explica antes de hacer una comparación, entre el afecto y el agravio, con la noche vitoriana.
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«Además, como estaba mi hermano mayor, me quedaba con ellos cuando mis amigos se iban a casa». Los mismos a los que animaba como si estuviera en la grada de Mendizorroza durante «los maratones», torneos de 24 horas de fútbol sala. «Yo nunca jugué por las patadas. Cualquier hostia de esas te jode». Disfrutaba igual pese a saber que tenía fecha límite. Los primeros días de cada pretemporada con el Madrid echaba de menos hasta cuando se levantaba a las cinco de la mañana con la fresca para ayudar a su padre con los olivos. «Me costaba mucho, mucho irme. Era de estar en la calle todo el rato a meterte en una residencia en la capital...».
La melena que cambia de color
«Yo eso de las fiestas de los pueblos y las verbenas no lo conocía hasta que vine a acá», dice Tenaglia. Sus veranos en Argentina eran distintos y no solo por las fechas, de diciembre a marzo. «Mi papá trabajaba siempre de custodia (seguridad) en el Balneario 12, que es todo fútbol, iban jugadores y equipos de Primera, y era muy lindo», recuerda de sus vacaciones entre los 7 y los 11 años. «Había torneos de fútbol por edades y una vez jugué con el hijo de Palermo, que era famosísimo. Hace dos años me lo crucé en Roma, le pregunté y se acordaba», se alegra el lateral de 29 años, con la misma inocencia que el joven Nahuel que gastaba una melena larga estilo Justin Bieber y era rubio o moreno en función de cuántas veces se bañaba en el mar. «Ese agua me aclaraba el pelo. Aquel era natural», afirma.
Con la pubertad, se le complicaron las vacaciones. «Me he pasado muchos veranos estudiando, qué sé yo... Me costaba mucho la escuela, no prestaba atención, la edad, mis compañeros… En secundaria todos los años me llevaba alguna materia. Me arrepiento mucho. Pensaba que me las sabía todas y no me sabía nada. Ya no tenía muchos días con el fútbol y los pocos, tenía que estudiar», lamenta ahora, pese a que la apuesta por el fútbol le haya salido bien.
En París, Diarra descubría en julio y agosto lo que era la 'liberté'. «Durante el curso no podía irme más allá de lo que mi madre no me veía por la ventana». Pero en verano, podía jugar en los torneos de «fútbol de la calle» que se organizaban en distintos barrios. «Las porterías no eran normales. Podían ser dos árboles, o ...», se traba con un español particular y se señala la camiseta. «De normal a las cinco de la tarde ya no salía de casa y en vacaciones podía hasta las 8. Cuando miraba el reloj y eran más de las cinco, Moussa estaba «muy, muy feliz». «Nosotros nunca teníamos hora. Confiaban y respondíamos. Nunca volvíamos hechos un circo», apostilla Vicente.
Cada pequeño acto mundano tenía una trascendencia especial para Diarra, el tercero de cinco hermanos, el primero en nacer en Francia. Recuerda sólo dos años fuera de París. «Una vez con el centro cultural nos llevaron al mar. Estuvo bien. Me sentía más mayor». Pero no cambia ninguno por el único verano en el que estuvo en Mali. «Yo no quería ir, pero luego no quería volverme. Lloré mucho en el aeropuerto», admite. En el país africano experimentó lo que era estar todo el día fuera de casa. «Mi madre me daba monedas y podía hacer muchas cosas con mis primos. Jugar en la Play, comer fuera, ver museos, piscina...». En otro continente, pero parecido a lo que hacía Blanco. Lo que ahora anhela. «Voy menos y encima mis amigos trabajan. Es diferente». ¿Otra vida? «Sí, otra vida». La que sonaba a 'Dolores se llamaba Lola'. Sin responsabilidades ni estrés por los resultados.
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