Los que miran a la muerte a los ojos
Todos los Santos ·
Un tanatorio de Vitoria abre las puertas de su rutina y su personal desvela cómo aborda el día a día de un oficio que despierta recelos y temoresHasta hace nada, hasta hace solo unas pocas horas, ese bulto que ahora se intuye bajo la bolsa de plástico blanco impermeable era una señora estupenda, una madre paciente, una abuela cariñosísima. O quizás no. Quizás fuera una mujer de carácter complicado, genio y figura, una de esas personas avinagradas que cualquiera prefiere tener bien lejos. Quién sabe. Pero hasta hace solo un poco antes de que Patricia y Neida le levanten entre las dos hasta la camilla, le aten las cinchas alrededor del cuerpo y le conduzcan en camilla por los destartalados pasillos de la morgue del hospital de Santiago hasta el furgón fúnebre, solo hasta esta misma mañana, ese cuerpo, ya exánime pero todavía caliente, no era solo un cuerpo. Era alguien, con su historia, con sus inquietudes. Y esto, que era «una persona como tú y como yo –explica Patricia–, como lo puede ser alguien de mi familia» es algo que ella y el resto de los funerarios del tanatorio Virgen Blanca de Vitoria tienen muy en cuenta, que no olvidan ni por un solo instante. Así trabajan ellos, los que le miran a diario a la muerte a los ojos.
A primera hora de la mañana, las salas de vela del tanatorio ya están repletas de familiares, de amigos, de conocidos de los que ya no están. Hay quien llora, hay quien solloza de forma contenida, hay quien esboza una sonrisa emocionada en las pantallas al ver ese carrusel de fotografías con 'los mejores momentos' de la vida del difunto. Y hay quien, en medio de un dolor tremendo, se consuela al ver a su marido, a su padre, pulcramente afeitado, peinado y vestido con su traje favorito. «Parece que está dormido», musita alguien. «Ese es el mejor cumplido que nos pueden hacer, dar consuelo a quien ha perdido a un ser querido es nuestra mayor recompensa y lo que justifica todo nuestro trabajo», sostiene Alberto Zapatero, director del tanatorio Virgen Blanca, esa primera estación hacia la vida eterna situada a las puertas del cementerio de El Salvador de la capital alavesa.
Que una familia se pueda quedar con ese momento de despedida, tan balsámico, es posible gracias a una labor oculta, que requiere de mucho estómago y exige vencer reparos y miedos, tan atávicos como el respeto que provoca encontrarse con un muerto. Yya no digamos tocarlo, y asearlo, y vestirlo y... No todo el mundo vale para ser funerario. De hecho, es un perfil profesional muy demandado y difícil de cubrir. Según el 'Observatorio de las Ocupaciones' del Ministerio de Trabajo, la de empleado de pompas fúnebres está entre las diez profesiones más demandadas. Con ellos, este diario ha la de empleado de compartido una jornada de trabajo en la que no han dudado en levantarle el velo a una profesión rodeada de morbo y misterio.
Suena el teléfono. Y eso en un sitio como este suele significar que alguien ha perdido la vida. Neida Ramos y Patricia Navarro, dos jóvenes funerarias en un sector muy masculinizado, salen en la furgoneta hacia el hospital de Santiago, donde acaba de fallecer una mujer. Con delicadeza, como si siguiera con vida, introducen el cuerpo en una camilla plegable en la parte trasera del furgón.l
Dicen que el mayor misterio es saber lo qué nos depara cuando fallecemos. Pero lo cierto es que aquí, en la funeraria, todo sigue un guion establecido. Los familiares han contratado el servicio (en esta funeraria, uno estándar ronda los 3.500 euros), han decidido el ataúd (el más básico ya cuesta 1.000 euros) y han cerrado todos los detalles de la despedida de su ser querido. No siempre es fácil tomar decisiones. En un momento tan duro es cuando el frágil equilibrio que sostiene a una familia se puede terminar de quebrar.
«Creo que eso es lo más desagradable de nuestro trabajo (que ya es decir), tratar con familiares que no se hablan. He visto situaciones tremendas. Hemos llegado a tener que hacer velatorios para un hermano para la mañana y para otro por la tarde, para que no coincidieran», explica Alberto Zapatero, el director de la funeraria. «Y hemos presenciado auténticas peleas por las cenizas de un difunto: la gente cree que pertenecen a los herederos, pero, en realidad, son propiedad de quien ha contratado el servicio de cremación», explica.
A las peticiones habituales de que el finado sea enterrado con su ropa favorita, los funerarios se han visto ante peticiones algo más... exóticas. «En una ocasión, una familia nos pidió rodear al ataúd de un hombre muy de campo con balas de paja y no les pusimos ninguna objeción. Otra vez, durante el velatorio de un motero nos solicitaron meter dentro de la sala de vela una moto arrancada y todo... y ahí ya nos tuvimos que negar», cuenta Zapatero.
A 960 grados
A lo largo de la mañana, no paran de llegar repartidores con decenas, cientos de centros y coronas de flores al muelle de carga de la funeraria, desde el que se accede a un almacén en el que se apilan ataúdes embalados. «No lo repercutimos al cliente (a los familiares, se entiende) pero el precio de la madera se ha disparado y el del propano, para el horno crematorio (que tarda tres horas en alcanzar los 960 grados necesarios para cremar un cuerpo) , se ha multiplicado por seis», protesta del funerario. La muerte no se escapa a los rigores del IPC.
Mientras, en una sala aséptica, que recuerda a un quirófano, con una mesa de acero inoxidable, Javier Campayo y Patricia Navarro se disponen a «preparar» a ese cuerpo, a esa señora que falleció a primera hora de la mañana. Él lleva más de una década en el sector. Ella, 27 años recién cumplidos, es casi una recién llegada. «A mí, esta profesión me ha cambiado, soy más consciente de que un buen día...», suspira. Y reconoce que prefiere «no contar demasiado, ni dar demasiados detalles de mi trabajo a la gente que conozco». Es muy consciente de que su trabajo da 'yuyu': nadie pondría en Tinder que se dedica al sector de las pompas fúnebres.
«Yo cuando estoy trabajando con un difunto, solo pienso en que es el abuelo o la madre de alguien, mi cometido es dejarlo bonito y elegante para una familia que lo está pasando tan, tan mal», cuenta la joven, que, impávida, no tiene reparos en reconocer que «lo que más cuesta es, por ejemplo, taponar los orificios (sí, t-o-d-o-s) del cuerpo para evitar que los fluidos corporales... eso y extraer los marcapasos». Porque, sí, los funerarios deben realizar esa pequeña intervención cuando un fallecido que lleva uno de estos dispositivos médicos va a ser incinerado: es necesario retirarlos porque sus baterías explotan y dañan el horno crematorio.
«Les aseamos porque muchas veces llegan del hospital en unas condiciones... se les cierra la boca con una sutura de hilo de seda, se les peina, se les maquilla (con una base de marca 'Ensueño', para más inri) y se les afeita si es necesario», detalla Javier Campayo, que explica que eso de que a los muertos les sigue creciendo el pelo y las uñas es un mito. «Lo que ocurre es que el cuerpo pierde agua, la piel se retrae y da esa sensación», explica, convencido de que «es importante mostrar a la gente lo que hacemos de verdad, que es, nada más ni nada menos, que acompañar a alguien al final de su vida». Si alguna vez tiene la tentación de pensar que su oficio es duro, piense en Javier, en Naida, en Patricia, en Alberto y en todos los que le miran, cada día, a la muerte a los ojos.
«La pandemia a la que nos enfrentamos ahora es la del suicidio»
Durante los peores meses del coronavirus, se vivieron momentos de una crudeza terrible en el tanatorio. Sobre los funerarios recayó la tarea de acompañar a nuestros muertos, sin nadie que les velara y enterrados en soledad. «Ahora la pandemia que estamos viviendo es la de los suicidios», asegura Alberto Zapatero, director de la funeraria Virgen Blanca, que, con crudeza, describe el estado de los cuerpos que han llegado tras precipitarse al vacío desde su ventana, al ser arrollados por un tren tras lanzarse desde un puente. «Son cosas que se deben contar porque lo que estamos viviendo en los últimos tiempos... es tremendo, tremendo», suspira. «He visto mucho, he tenido que hacer muchas cosas, pero tener que recoger los restos de una persona que se ha lanzado a las vías es indescriptible», añade el funerario Javier Campayo.
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