El club de los elegantes
Con su reverencia al público de San Mamés, Iribar volvió a demostrar el pasado domingo su elegancia natural, un don del que solo disfrutan unos pocos futbolistas privilegiados
JON AGIRIANO
Sábado, 29 de septiembre 2012, 12:02
Por dos veces en apenas dos días he tenido la ocasión de volver a preguntarme sobre ese misterio que es la elegancia en el fútbol. Lo hice el pasado domingo en San Mamés durante el homenaje a José Ángel Iribar. Salió el Chopo por el túnel de vestuarios, recto e impecable, saludó a los que fueron sus sucesores en la portería del Athletic, se plantó en el centro del campo y, a modo de agradecimiento al público que le ovacionaba, hizo la bella reverencia con la que el 'dantzari' termina el aurresku. Quizá a otro ese movimiento le hubiese quedado impostado o incluso un poco ortopédico, pero en Iribar no pudo resultar más natural y elegante.
Recordé entonces mis primeros partidos en La Catedral siendo un niño. El Chopo estaba siempre bajo los tres palos y parecía abarcarlo todo. Su autoridad me impresionaba. Iribar tenía para mí poderes sobrehumanos. Si algún dibujante le hubiera convertido entonces en un héroe de cómic y le hubiese adjudicado el don de volar o de traspasar paredes con su mirada me hubiera parecido de lo más lógico. Y si estaba tan convencido de todo ello era por la facilidad pasmosa con la que aquel hombre de negro, tan alto y bien plantado, parecía hacerlo todo. Frente a los espasmos y a las riñonadas tremendistas de otros porteros, el Chopo nunca dejaba de ser sobrio y natural. Elegante. Había nacido en un caserío de Zarautz, pero tenía ese estilazo que ni se compra ni se vende. Me recordaba a Gary Cooper, que por cierto tampoco había nacido en una mansión de la Quinta Avenida sino en un rancho de vacas de Montana.
Volví a pensar en la elegancia el pasado martes viendo el extraordinario documental que 'Informe Robinson', ese bendito oasis de calidad y talento, dedicó a Sarita Estévez. Aparte de otras grandes virtudes, mi amiga Sarita tenía un ojo clínico infalible para detectar a los futbolistas elegantes. Si, además, jugaban en el Athletic, eran guapos y tenían mucho talento, se convertían en su debilidad. Así se explica su predilección por Panizo, del que recuerda que ni se manchaba la camiseta durante los partidos porque no necesitaba hacerlo, y por Txetxu Rojo, al que defendió siempre contra todo tipo de vientos y mareas. Ambos eran pura clase, ese tipo de futbolistas que, cuando se cruzan con un rival y lo superan, dejan un rastro de estrellitas como los duendes y un incierto olor a perfume.
Escribiendo de la elegancia podríamos referirnos a futbolistas como Giancarlo Antognoni, Enzo Francescoli o Zinedine Zidane. El italiano era una estatua clásica puesta en movimiento. Al uruguayo le llamaban el Príncipe porque, efectivamente, parecía uno de esos príncipes de cuento que van por ahí despertando con sus besos a bellas jóvenes hechizadas. El encanto de Zidane, tan grandote y pesado, era el mismo que uno detecta cuando observa bailar a un señor muy orondo y comprueba admirado que los kilos de más no les hacen perder ni un ápice la gracia natural de sus movimientos. Más que correr, 'Zizou' se deslizaba.
A estas alturas del texto, alguien dirá que el cronista ha cometido un olvido imperdonable por no citar al que ha sido, tal vez, el futbolista más elegante de todos: Frank Beckenbauer. Pues no. Sencillamente, quería dejarlo para el final. Porque lo del 'Kaiser', la verdad, era muy grande. Incluso demasiado. A veces me pregunto si había algo de sobreactuación en su apostura, si no cargaba en exceso la suerte, que diría un taurino, con un punto de altivez en sus acciones. No lo sé. Lo único que puedo decir que es nunca he visto nada parecido a la actuación de Beckenbauer en el Estadio Azteca en aquella histórica semifinal contra Italia en el Mundial de México 1970. Lesionado en el hombro en el minuto 67, el 'Kaiser' tuvo que jugar la prórroga con el brazo en cabestrillo, pero aún así siguió liderando a los suyos, siempre con la cabeza alta, imperturbable y heroico como un general prusiano imperturbable y heroico, hasta que el fútbol le obligó a rendirse tras una batalla histórica.
¡Qué grandes!