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Bukowski, amante del alcohol y de la vida bohemia, costumbres que le acompañaron casi toda su vida.
Bilbao al fondo

Peligro: poetas

Las autoridades no reconocen una emergencia cuando la tienen delante: este fin de semana Bilbao se llena de poetas

PABLO MARTÍNEZ ZARRACINA

Viernes, 8 de junio 2012, 22:13

Acabo de hablar con el concejal de Seguridad Ciudadana. «La situación es gravísima», le he advertido. «Necesitaremos helicópteros, antidisturbios, policía montada. También hospitales de campaña. Hay que avisar al ejército. Y prohibir que las mujeres jóvenes salgan a la calle. Tampoco los hombres jóvenes, en realidad... Probablemente ni siquiera las mascotas jóvenes deberían salir.» Eso le he dicho al concejal. «¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre?», me ha preguntado él. «Poetas, concejal», he resumido. «Yo de usted iría decretando el DEFCON 1. Será mejor no escatimar con las alertas».

El concejal ha soltado una barbaridad y me ha colgado. No se lo reprocho. El miedo es libre y el hombre habrá preferido huir. Que la historia le juzgue. Mientras tanto, yo cumpliré con mi deber y advertiré a la población de lo que se nos viene encima. Poetas. Muchos. Un festival internacional. Este sábado y este domingo. Estarán por toda la ciudad. No quiero exagerar, pero la situación es aproximadamente como si nos hubiésemos citado con Atila y su ejército. En realidad, es peor. Los hunos a veces sí se iban a dormir.

Los poetas, en cambio, no descansan. Yo los conozco bien. Los he visto en sus lecturas y, lo que es peor, los he acompañado después de sus lecturas. Muchas veces, en fin, hasta muy tarde. Y son una gente terrible, los poetas. Viven con una extraña intensidad y cultivan pasiones obsesivas y descomunales. Son estruendosos y teatrales, brutalmente sensibles, disparatados, sanguinarios. Se odian entre ellos como no se odian las starlettes que pelean por un mismo papel. Ambicionan el éxito y el poder como no lo ambicionan los subsecretarios más envilecidos.

Curiosamente, la gente piensa en los poetas e imagina profesores con gafas y barbita, esas toses titubeantes. Y deberían pensar más bien en ese tipo que está subido a una mesa, agitando una pata de cordero sobre su cabeza, descamisado, procaz, inmundo, gritando «¡En Xanadú, Kubla Khan!» mientras no deja de lanzarle guiños a la mujer de la mesa de al lado, la misma con cuyo marido comenzará a pegarse en unos instantes, te voy a arrancar la cabeza, sal afuera si eres hombre, etc.

Lo increíble es que ese individuo que ahora sangra tanto por la nariz pueda ser, a la vez que un gremlin desatado, un auténtico prodigio lírico, alguien que hace una hora estaba leyendo en público, con un hilillo de voz, al borde de las lágrimas, un poema de su libro, qué sé yo, Delicada ausencia: «Mi vida yo la entiendo algunas veces / como una vibración pequeña y frágil / de una cuerda sutil, ensimismada, / que flota en la dulzura incandescente / del ingrávido azul existencial».

Se equivoca quien crea que un poeta es alguien que observa el crepúsculo. Me temo que un poeta es más bien alguien que tiene la necesidad de comerse el crepúsculo y correr después por la calle gritando y riendo y llorando porque no puede soportar más no se sabe el qué mientras siente cómo el mismísimo sol trata de salírsele del pecho. También es alguien a quien no hay manera de convencer para que vuelva al hotel y deje de pretender a la camarera tuerta del único bar del puerto de una ciudad que hasta hace un rato ni siquiera tenía puerto.

Se nos llena la ciudad estos días de poetas. Y yo no quiero responsabilidades. Por eso aviso. Los hosteleros harán enormes recaudaciones, pero sufrirán enormes desperfectos. Sobre todo, si los poetas que vienen son buenos. El resto de la población debería quedarse en casa y atrancar puertas y ventanas. Señalaré para terminar que a François Villon, precursor de la mejor tradición poética francesa, solo consiguieron pararlo de una forma: ahorcándolo.

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