Un oasis llamado Kailash Hostel
La expedición al Everest visita la residencia tutelada por la ONG de Pasaban, que acoge a un centenar de niños del Himalaya
FERNANDO J. PÉREZ
Viernes, 8 de abril 2011, 16:05
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Después de casi media hora de incesante traqueteo por calles polvorientas y bacheadas, el minibús deja por fin atrás el último suburbio de Katmandú y enfila por una estrecha carretera jalonada por casitas de mucho mejor porte que las de la urbe. Ahora, cuando levantas la vista ya no se ven barriadas a medio construir atestadas de gente, sino verdes prados con la cordillera de Katmandú en el horizonte.
Por fin, el transporte asciende una pequeña cuesta y se detiene. Edurne Pasaban siempre lo hace. Le gusta realizar los últimos cien metros a pie, por una pequeña pista sin asfaltar atravesando un campo de cebada. El intenso color contrasta con las tres pequeñas edificaciones que se alzan al fondo. El lugar rebosa paz. Es el Kailash Hostel, el centro de acogida para niños sherpas que gestiona la Fundación Montañeros por el Himalaya, la ONG de la tolosarra, a la que destinó los 3.000 euros del premio que le concedió EL CORREO como mejor deportista vasca de 2010.
Al cruzar sus puertas, el visitante se adentra en una especie de oasis donde un centenar de niños huérfanos o provenientes de familias sin recursos viven, crecen y estudian en un ambiente y con unos recursos inimaginables en sus pueblos de origen, en las faldas del Himalaya. Nuestra presencia revoluciona a los 50 menores que están en la residencia. El resto ha ido a pasar las fiestas del año nuevo nepalí con sus familias. Los más pequeños no dudan en acercarse, mientras que los mayores no tardan en retomar su partido de cricket. Las chicas, mientras, se dividen entre el tradicional juego del chino y una improvisada clase de costura bajo la sombra de un tobogán.
De pronto, una adolescente de unos 12 años corre hacia Edurne. Sus caras se iluminan al cruzar las miradas. Es Temba, la niña que amadrina la alpinista. Se abrazan con cariño, aunque la pequeña se refugia en el regazo de su madrina al comprobar la presencia de varios desconocidos cámara en ristre. Edurne ríe comprensiva. «Es tremendamente tímida, y eso que lo va superando poco a poco». Tanto que se convierte en la anfitriona de la comitiva, a la que enseña el edificio donde residen las niñas. La primera planta está reservada para las más pequeñas, con un dormitorio que recuerda al de los siete enanitos. La segunda es para el grupo de la edad de Temba, que no puede evitar sonrojarse cuando Edurne abre su taquilla y la muestra a todos; en la tercera duermen las mayores.
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Los otros dos inmuebles del Kailash Hostel son la residencia de los chicos y el centro administrativo y comedor. En medio tienen un patio y una cancha de baloncesto que usan como campo de cricket. También hay un pequeño jardín, con columpios y un modesto rocódromo, en el que dos vacas pastan a sus anchas entre los niños.
Hora de la comida
Una campana suena y los pequeños salen corriendo. Es mediodía, la hora de comer. Todos cumplen con el ritual. Primero se lavan las manos, recogen su plato con el tradicional dal-bhat (arroz con lentejas) y se sientan a la mesa. Pero ninguno come. Aún. Esperan a que todos estén sentados. Entonces levantan los platos sobre sus cabezas, rezan una breve oración budista y, ahora sí, empiezan a comer. El dal-bhat es plato único, así que casi todos repiten. Al acabar, cada uno friega el suyo. Luego, los mayores limpian las mesas y el suelo.
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En menos de media hora, los niños están jugando de nuevo, aunque, después de más de dos horas, la confianza es suficiente como para enseñar a los visitantes su gran secreto. En una esquina, oculta bajo unas alfombras, una perra amamanta a varias crías.
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