Al partir, un beso y una flor... ¿y dos kilos de más?
Las placas de titanio del Guggenheim iluminan el adiós de mi aventura ferroviaria en Costa Verde Express
No les he hablado aún de la estrechez de los pasillos, si quieres una suite lo suficientemente generosa deberás robar espacio a las zonas de ... paso. Sumen a esa delgadez el balanceo del tren. Resultado: soy una pupas con moretones, aunque la culpa es mía por no caminar despacio. Nadie me manda ir corriendo de un coche a otro, mala costumbre de una rutina apresurada. Caminar con tranquilidad, como hacen los pasajeros mayores, supondría mantener la piel igual de pálida que siempre, pero la prisa forma parte ya de mi idiosincrasia. También es cierto que algunos van lentos por necesidad, los anchos de hombros sufren el riesgo de encajar entre pared y pared.
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Si los hermanos Marx levantaran la cabeza, podrían trasladar el escenario de su famosa escena del camarote en 'Una noche en la ópera' a una de estas suites. La suerte acompaña porque viajo sola, todo el espacio es para mí. Mi estancia no necesita planificación. Cuando los demás pasajeros cuentan cómo resuelven el 'quítate tú pa' ponerme yo' cada mañana a la hora del aseo o cómo saltan por encima del otro desde su parte de la cama para ir al baño, imagino a Groucho soltando aquello de «no le despiertes, tiene insomnio». Hay que entender que el buen perfume viene en frasco pequeño y, en la cama de este Chanel, mi 1,65 de altura encaja en el lecho cuyas sábanas destilan un agradable aroma floral, pero a partir de esos metros el cuerpo debe plegarse a las circunstancias.
Guardias de seguridad
Tampoco les he hablado del ventanal a los pies de la cama, lujo CinemaScope. Es como tener una Smart TV de pantalla plana encendida las 24 horas del día, solo que el canal emite todo el rato documentales de naturaleza. Salvo cuando entra en la zona de túneles, me encanta esa oscuridad absoluta, resulta adictiva, es una especie de ser no siendo, un 'off' dentro del 'on'. Hay otra ventana en el baño, discreta. Además de ser opaca, cuenta con estor para asegurarse de que la silueta no se trasluce mientras una se ducha. El Costa Verde Express para por las noches con el fin de que pasajeros y tripulación descansen. Guardias de seguridad velan nuestros sueños y las cuatro esquinitas que tienen nuestras camas, aunque es cierto que en algunas estaciones, como en Oviedo, se detiene junto a las vías que usan los habitantes, así que no es difícil ver alguna nariz pegada al cristal tratando de intuir lo que se cuece dentro o de hacer alguna foto con el móvil. Ya les comenté que este vehículo es guapo, los paparazzi aficionados lo persiguen. Solución: correr las cortinas, para eso están, además de para ahuyentar el sol y la luz cuando no son bienvenidos. La verdad es que estoy durmiendo de cine(maScope), caigo rendida en cuanto apoyo la cabeza en la almohada. Salvo esta noche, tras la fiesta, no por lo que están pensando, un cava y un Aperol pueden considerarse contribución mínima al desgaste de existencias en el bar. He dormido menos porque el tren se ha puesto en marcha a las seis y media de la mañana, movimiento y roce contra rieles me han despertado. Más cómico ha sido ducharse en ruta con el ajetreo. Alguna señal más saldrá en la piel, riesgos de los viajes de lujo.
Toca decir adiós y hacerlo en mi ciudad, servicio a domicilio. La guía viene a buscarnos a la estación de La Concordia, que luce fachada modernista. Cruzamos la ría del Nervión para detenernos frente al Teatro Arriaga. Inspirado en la Ópera de París, fue inaugurado en 1890 con el nombre del músico bilbaíno Juan Crisóstomo Arriaga, conocido como el Mozart hispano por su portentosa capacidad (a los 13 años compuso su primera ópera), y su temprana muerte (poco antes de cumplir 20). Resulta curioso escuchar explicaciones sobre un lugar que domino. Mi cuerpo conoce al dedillo cada baldosa pisada, recorre las Siete Calles sintiéndose dueño de un espacio que sabe suyo. El cerebro empieza a sentir cierta desafección respecto al inglés, disocia sus vocablos como si chirriaran en este ambiente, igual que los rieles. La inmersión en el idioma se esfuma poco a poco, también este viaje que llega a su fin.
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Aquí, cuando nos empeñamos en algo, nos empeñamos a lo grande, nada de medias tintas
Oigo una bilbainada acaecida en 1871, ya saben que los bilbaínos somos muy de exagerar, pero es cierta. Para celebrar la visita del rey Amadeo I de Saboya, decidieron llenar la Plaza Nueva (la plaza mayor, para que me entiendan) de agua, simulando una Venecia en miniatura por la que navegaban góndolas. Aquí, cuando nos empeñamos en algo, nos empeñamos a lo grande, nada de medias tintas. Al rememorar la anécdota, decido mirar mi mundo desde otra perspectiva, me pongo las gafas de turista y camino por la zona antigua que bulle animada por grupos de visitantes y locales. Con mis nuevas lentes, descubro una ciudad amante del deporte, repleta de corredores y de bicis.
Me gustaría saber qué opinan mis compañeros, quiero que mi hogar les guste porque yo formo parte de él y él forma parte de mí y, de alguna manera, ahora ellos forman parte de ambos. Quiero que el verde de los montes que nos rodean haga raíz en sus entrañas, como hizo en las mías. Que durante la visita panorámica en el bus miren los edificios en ambas orillas: el Ayuntamiento, el Puente Calatrava, las Torres Isozaki, el Palacio Euskalduna... y aprendan que en el primero hay un precioso Salón Árabe, el segundo luce alfombra porque resbalaba cuando llovía, las terceras fueron diseñadas por el arquitecto japonés Premio Pritzker y el cuarto alberga una excelente sala de conciertos. Me pongo codiciosa con tanto quiero, quiero… Más allá de eso, deseo que entiendan nuestro pasado, cuánto costó transformar una ciudad industrial gris en esta estampa de postal, lo mucho que lucharon quienes nos precedieron para labrarnos un futuro mejor, esta imagen idílica con el Museo Guggenheim capitaneando la nueva travesía. La mayoría de las veces pasamos de puntillas por los destinos, no ahondamos en su sudor y sus heridas. El brillo de las placas de titanio elegidas por Frank Gehry para vestir el magnífico edificio no debe cegar el pasado.
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Vista panorámica
Me he puesto intensa, lo sé. Tendrán que disculparme, a veces pasa. Nada que una última comilona en el restaurante Aspaldiko no cure. El caserío restaurado nos recibe con pavos reales y copa de txakoli (hoy lo beben con gusto, deshacen la afrenta). No deja indiferente a nadie, tampoco las cantidades de sus platos. Los tíos de América engullen el risotto de hongos sobre salsa de puerros. Dejan el pescado. Dejan la carne. Dicen que no pueden más, que no tienen hambre, cómo van a tenerla si se han metido dos bocatas de mantequilla entre pecho y espalda, mantequilla inexistente en la mesa, por cierto, pero ya se han encargado ellos de pedirla. Al postre tamaño XL sí le hacen hueco, torrija caramelizada, pantxineta, espuma de arroz con leche y helado de nuez, todo cabe.
De vuelta, en la estación, toca despedida. Hay abrazos, besos, reparto de e-mails. Un 'goodbye' precede a otro y a otro, cuesta cortar el cordón umbilical con esta familia recién nacida. De camino a casa hago balance sobre mis habilidades detectivescas. Soltura para interrogatorios: 7 (la nota baja por culpa de la lengua extranjera). Competencia deductiva: 10 (por idéntica razón). Capacidad de observación: 9. Escucha activa: 8. Puñales por la espalda: 0. Envenenamientos: 0. Delitos culinarios: por encima de la media. Otro tipo de delitos: no detectados. Crímenes: el único, tener que abandonar este tren. Creo que Poirot se sentiría orgulloso de su discípula. Imagino al maestro diciendo: «La naturaleza humana es fascinante, no cree usted?». Lo creo, 'monsieur', basta fijarse un poco para darse cuenta. En casa subo con miedo a la báscula, pienso en cuántas horas de zumba extra tendré que añadir a las normales. Sorprendentemente no he engordado ni un gramo. Eso sí que es fascinante.
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Fin de fiesta con risotto y txakoli
Aspaldiko, catalogado Bien Cultural en categoría de Monumento, ofrece comida tradicional vasca con toques modernos y producto local, y txakoli de producción propia. Lo más aplaudido: risotto de hongos sobre salsa de puerros.
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